mercoledì 29 luglio 2015

LA DONNA DEL MARE di Maurizio Setti



Era un giorno d’inverno come tanti altri, il vento spirava senza sosta sin dalle prime ore della mattinata ed io mi trovavo a camminare sulla battigia ormai da circa mezz’ora.
Le onde incalzavano andando a infrangersi contro alcuni scogli che qua e là affioravano lungo il mio percorso, mentre il cielo risplendeva di un colore celeste mai visto prima. Era giunta l’ora di rincasare quando intravidi una donna camminare proprio nella direzione opposta alla mia. Era sola e notai un particolare che mi incuriosì non poco: era scalza, e per la temperatura esterna che si toccava quel giorno mi pareva un azzardo incosciente. La stavo per incrociare e più si avvicinava più cercavo di sintetizzare nella mente una domanda idonea ma soprattutto intelligente per poter iniziare una anche pur breve conversazione. Mi affascinava l’idea di scambiare anche solo quattro parole con quella donna. Mi sembrava comparsa dal nulla, come materializza dalle acque, ma questa era pura fantasia di uno scrittore che forse cercava il soggetto per un suo nuovo racconto.
Eravamo ormai in prossimità di incrociarci e non stavo quasi più nella pelle.
Le avrei chiesto se le onde del mare avrebbero poi raggiunto le dune poco distanti, visto il loro impeto incalzante. Non so perché mi era venuta in mente quella domanda, forse perché lei e il mare parevano tutt’uno. Già, mi ricordava tanto una sirena emersa dalle acque, che per magia aveva preso le sembianze di un bellissimo essere umano anche dalla vita in giù. Ormai mancavano pochi passi.
Io avevo il cuore in gola, è da tempo che non mi succedeva. Incrociai il mio sguardo col suo, ci fermammo entrambi e rimanemmo per qualche secondo l’uno di fronte all’altra.
Era meravigliosa. Non avevo mai visto un viso così candido e puro, i suoi lineamenti erano perfetti, il suo sorriso smagliante e nei suoi occhi si rifletteva il mare.
Decisi di rompere il ghiaccio, feci per parlarle ma fui prontamente preceduto dalla sua suadente voce.
«Salve, non crede che le onde prima o poi andranno a coprire le dune?»
Mi prese in contropiede ma dopo qualche secondo risposi.
«Certo, è proprio quello che pensavo mentre camminavo sulla battigia, ma mi dica: come fa a resistere a questo freddo coi piedi completamente nudi?»
«Vede gentile signore, io e il mare siamo una cosa sola, non le sono estranea e lui mi conosce bene, sa di ogni mio stato d’animo di ogni mia certezza e insicurezza e di questo non posso che essergli grata, per sempre.»
Rimasi senza parole, stetti li a guardarla e a venerarla fino a che si allontanò verso le acque, immergendosi lentamente come una sirena.
Quando l’ultimo ciuffo di capelli si inabissò mi ridestai e tornai in me.
Avevo appena conosciuto un essere meraviglioso e la sua essenza mi aveva attraversato il cuore facendomi provare una sensazione mai vissuta prima.
Nei suoi occhi avevo visto il mare con i suoi abissi, le sue meraviglie e le sue paure, quel breve istante mi avrebbe letteralmente cambiato la vita, per sempre.

domenica 26 luglio 2015

FIESTA CON GLOBOS di Adriana Alarco de Zadra

El día antes del cumpleaños, la casa estaba llena de gorros de cartulina y olía a gelatina de colores. Rellené la piñata de muñequitos de latón, sapitos bullangueros y caramelos.  Inflar los globos me dejó sin respiración, por lo que conseguí un balón de gas helio para hacerlo rápidamente. 
En medio del verano mi hija mayor ha cumplido cinco años y el Club del Carbón y del Hollín nos prestó su jardín para hacer allí la fiesta de cumpleaños. Mis hijas se veían como dos muñequitas con sus vestidos almidonados, sus zapatos lustrados y cintas en el cabello pero,  apenas llegamos, se ensuciaron de carbón y metieron la nariz en la torta de chocolate picante.
Mientras les lavo la cara y las manos comienzan a llegar los invitados.  Siete enanos terribles voltean sillas, jalan manteles, se cuelgan de los árboles y hay uno que otro con un chichón en la cabeza.  Soldaditos de plomo con uniformes brillantes marchan por el sendero empedrado. Aturdida, reparto los sombreros con gran éxito, hasta que los niños más grandes se los quitan a los más pequeños.
– ¡No me gusta este que parece una corona con espinas! ¡Yo quiero el rojo que tiene esa niña!
Al arrojar el sombrero de la discordia al suelo y saltarle encima con los pies, en medio de los alaridos estridentes de la niña, se escucha la voz del invitado destructor:
– No importa, ya no quiero el sombrero rojo porque está roto.»
Ofuscada con la tarea de deshacer entuertos y limpiar mocos ajenos, lleno algunos globos gigantes con gas helio y los amarro a la rama de un árbol, mientras una fila de soldaditos de plomo marchan al compás por el sendero de piedra.
En esa tarde llena de sol, el jardín con sus árboles frondosos ampara la algarabía de los torbellinos. Los llamo a tomar el refresco y todos corren como diablillos a escoger el trozo de torta más grande sobre el plato más grande a pesar de que yo los veo todos del mismo tamaño.  No falta alguien que se lamenta:
– A mí los sorbetes con flores de manzanilla no me gustan y las galletas de pétalos de rosa me hacen daño...
Veo asomar el hocico del lobo feroz detrás de un árbol, pero cuando pestañeo, ya ha desaparecido. Los trencitos bajo las campanillas se deslizan por los rieles en miniatura, chocan entre ellos, se desparraman en el jardín.  Juguetes van, juguetes vienen y desaparecen.
Mientras cantan cumpleaños feliz, mi hija mayor sopla sus cinco velitas, emocionada.  La menor no canta, ocupada como está en comer sola sin cuchara y con las manos, llenándose el vestido, el cabello y las orejas de gelatina de frambuesa y betarraga.
Algunos de los más traviesos desamarran los globos inflados con helio.  Veo que empiezan a flotar en el aire con la brisa de la tarde que los aleja sobre los árboles y techos de las casas.  Los contemplo asombrada.  No sé si sentir alivio o espanto pues el estupor me ha paralizado los sentimientos.   Sólo atino a hacerles adiós con la mano porque veo lo alegres que van donde los lleva el viento.  Me acaricio el vientre donde palpita otra vida.  Todavía sigue allí y no se ha ido volando. 
Todos corren felices y alborozados mientras me crecen cinco manos para poder repartir los globos, frenéticamente. Los trozos de torta terminan regados por el jardín y el regocijo infantil forma un diseño variopinto cuando los niños empiezan a levitar colgados de las esferas de colores. Cierro los ojos. Quisiera ser la bella durmiente y despertar después de la fiesta. Veo a dos traviesos que se balancean sobre las ramas de los árboles con sendas espinas de cacto reventando los globos de los más pequeños que caen al suelo. 
Apenas me acerco a levantarlos, angustiada, los terribles revienta - globos declaran con satisfacción:
– ¡Cómo nos estamos divirtiendo!
Les entrego otros globos de formas diferentes y, como estaba previsto de antemano, al poco  rato ellos también vuelan por el aire y se alejan de la fiesta colgados de sus globos gigantes,  gritando contentos...
Luego, veo que algunos se avientan por el techo, dentro de las chimeneas del Club de la Mina y me aterro.  ¿Y si se quedan atrapados? ¿Y si se caen y se hacen daño? ¿Y si no salen por el otro lado? ¿Y si se queman?
Pero al ver que aparecen por la puerta del jardín, llenos de hollín y de carbón, noto que están sucios pero están enteros.  Suspiro aliviada con el corazón que late furiosamente, y los reúno para romper la piñata llena de sorpresas, caramelos de garabato y muñequitos. Cuando los más pequeños recogen sus pitos y sapitos bullangueros, escapan por el jardín felices de poder hacer ruido.  
– ¡Yo no quiero esta sorpresa!  ¡No me gusta!
¿Quizás hubiera sido mejor llenar la piñata de manzanas?
Enseguida, los soldaditos ganan la batalla y marchan entre los guijarros tocando su tambor de hojalata; los sapitos saltarines se pierden entre la hojarasca y las maripositas de latón se deslizan leves entre las flores mientras los pequeñines corretean detrás.
Reparto globos con helio, ensimismada por el ruido ensordecedor y los niños siguen desapareciendo en el aire hasta que casi no se ve a ninguno jugando en el jardín.
Quedo demudada a ratos por las caídas, la agitación, los chillidos de susto y los sobresaltos, pero respiro profundamente y me convenzo de que no debo inquietarme. La tarde se envuelve en una vaga penumbra y comienzan a disminuir los últimos invitados llenos de hollín y gelatina.  Sus madres los buscan desesperadas con los ojos levantados, arriba, entre árboles y techos. 
– ¿Cuánto le ha costado la fiesta, con esos globos mágicos y esa torta tan grande?
– ¡Paciencia, señora mía, me ha costado mucha paciencia!
Se apagan los últimos clamores de la batalla campal en miniatura. Algunos padres persiguen a sus hijos por las calles para llevarlos a casa pero ellos prefieren seguir columpiándose en el aire, colgados de los globos, hasta que finalmente aterrizan en los techos y chimeneas de sus hogares.
Regreso jadeando, arrastrándome y abrazando a mis hijitas que duermen con una sonrisa en los labios. ¡Un día se irán por el mundo colgadas de sus globos de colores!  
Cierro los ojos y siento con inquietud que me patea la bebé que aún no ha nacido. ¡Debo pensar que ella también cumplirá cinco años algún día! Me estremezco, con ese miedo ineludible que acompaña la libertad de procrear. Milagro de la vida.
Después de una tarde agotadora, escucho en medio del silencio los latidos de otro ser flotando en mi interior.

mercoledì 22 luglio 2015

LA DECISIONE di Peppe Murro



Quella volta dio era davvero in grave imbarazzo: non riusciva a decidere, pur nella sua infinita sapienza, cosa fosse meglio per la sua creazione.
Ci pensava e ripensava, ed ogni volta ricadeva nel dubbio, ogni volta dentro se stesso trovava soluzioni e subito ragioni opposte. Non ne veniva fuori.
Poi ebbe un'idea straordinaria, un'idea da dio, di cui si compiacque: chiamò al suo cospetto un poeta, un marinaio e un contadino e chiese loro quale fosse la cosa più importante per il mondo che stava per nascere.
Il marinaio rispose subito:
"La terra, signore, perché dopo ogni viaggio l'approdo è necessario, è il senso e la sicurezza dell'andare".
Il poeta sorrise e disse:
"L'amore è la cosa più importante perché è il più vasto e nobile dei sentimenti".
Il contadino taceva assorto; ci pensò ancora un po', si grattò il mento e disse:
"L'acqua, signore, perché fa vivere".
E fu così che dio creò il mondo... con qualche gesto d'amore,  con un po' di terre e tanta, tanta acqua.

domenica 19 luglio 2015

BRAINBOOK di Danilo Concas



Quando la MentalTech, Inc. annunciò il lancio della piattaforma Brainbook, il suo fondatore Jeremy Shepperd, appena venticinquenne, profettizzò un afflusso di un milione di utenti circa solo nel primo mese di attività; nello scandire quelle parole, la sua mano tremò d'emozione, facendo debordare il calice di Vevue Cliquot e provocando brividi di eccitazione nei presenti.
Di utenti ce ne furono un miliardo e mezzo solo nelle prime due settimane.


Stefano prese il cappotto e uscì nel freddo del mattino. Il sole splendeva, ma sembrava una enorme e fredda lampada al mercurio piuttosto che la solita, rassicurante palla di fuoco che riscaldava la Terra da eoni. Si chiese, per l'ennesima volta, dove fossero tutti; con la mente, intendeva, perchè fisicamente lo sapeva: si trovavano chiusi in casa, denutriti e sbavanti davanti alla console di Brainbook, col cervello pieno di software-personalità con i quali tenere interminabili conversazioni nei remoti recessi della loro coscienza. Sapeva di persone che avevano più di duemila software impiantati; un certo Karter92 era arrivato addiritura ad averne seimiladuecento. Dopo due sedute di chat era morto col cervello che gli colava dalle orecchie.
Scaricare nel proprio cervello i software-personalità, chiamati in gergo Amicizie, era semplice: bastava chiedere a un utente remoto di trasmettere il suo codice, consistente in una serie ad alta frequenza di immagini frattali, e la sua coscienza restava impressa nelle sinapsi del richiedente. Da quel momento in poi si poteva conversare e scambiare dati a livello mentale con tutte le amicizie installate.
Stefano era orgoglioso di se stesso: era molto probabilmente l'unico essere umano privo di software e che ancora teneva contatti col mondo reale. Gli aveva sempre fatto ribrezzo quel metodo di comunicazione che teneva così distanti dalla rassicurante realtà quotidiana, specialmente dopo che ebbe trovato la sua amica Vittoria nella sua casa, ridotta a un vegetale e insozzata dalle sue stesse feci. Dopo quello sconvolgente episodio decise che era tempo di agire e inattivare fisicamente i server. Avrebbe tolto loro la corrente distruggendo le cabine elettriche.
Avrebbe iniziato nella sua zona per poi espandersi fino a coprire l'intera città e oltre; avrebbe trovato altri come lui che l'avrebbero aiutato. Non era possibile che fosse rimasto solo.
La strada era silenziosa e deserta, con solo qualche raro furgoncino a percorrerla. Entrò nel sottopassaggio della Metro dove in precedenza aveva nascosto la pesante cassetta degli attrezzi e lo zaino con la dinamite dietro una delle porte di servizio. Mentre si dirigeva verso la prima cabina, quella più vicino a casa sua, fischiettando un allegro motivetto, fantasticava su cosa sarebbe tornato a essere il mondo dopo l'ultima esplosione: gli avrebbero dato un premio per aver liberato l'umanità dalla schiavitù? Pensò che gli sarebbe bastato anche una semplice menzione sui futuri libri di scuola. 'E perchè non il Nobel per la pace?' pensò, mentre accendeva la miccia della fila di candelotti piazzati attorno alla prima cabina.

giovedì 16 luglio 2015

STANZA 15 di Francesco Gallina


Luna, sesto giorno dell’anno 2046.
Mi chiamo 40-03. Sono nato soltanto da sei giorni e in questo momento mi trovo nella stanza quattordici. L’ho scoperto poche ore fa, quando ho iniziato ad avere un minimo di lucidità interiore. So di essere una cavia da esperimento che deve portare con sé la sua finalità. La prova tangibile che le ricerche sugli sviluppi evolutivi della psiche sintetizzata possono ancora dare speranza a ciò che resta della razza umana. Ma la sola cosa che riesco a ricordare, per ora, è di aver perso conoscenza prima che iniziassero a eseguire l’ultima serie di esperimenti sul mio organismo. Ora mi trovo qui, in questa stanza priva di finestre – composta perlopiù da enormi specchi –, a osservare da non so quanto tempo la mia immagine riflessa senza avere la possibilità di fare alcunché. Non mi piace stare qui. Ho di nuovo quello strano dolore al petto, quella flebile e persistente pressione che da giorni non riesco più a sopportare. I miei genitori hanno detto che la causa di questo dolore è da attribuirsi alla mia attuale condizione psicosociale e alle prove di contatto umano testate fino a questo momento.
Aspettate… ho sentito suonare un campanello. Sono entrate due persone, un uomo e una donna. Spero solo che non siano venuti a prendermi per sottopormi a nuovi esperimenti.
Si sono fermati a pochi metri da dove mi trovo io, mettendosi a parlare fra loro e scrutandomi con i loro occhi clinici. Faccio fatica a capire il significato di alcune delle loro parole.
Dicono che mi sto ammalando seriamente, e che se qualcosa d’insolito non accadrà al più presto, il ciclo della mia breve esistenza sarà destinato a fare la stessa fine di quello dei miei fratelli.
Parole inconcludenti e senza alcun senso, ma che, in qualche modo, sono rimaste impresse nella mia mente come una profonda e inesorabile verità. Soprattutto queste: “Ha bisogno di amare”.
All’improvviso uno specchio si solleva per scomparire all’interno del soffitto, nella sommità dell’apertura è comparso un numero, il quindici.
Ho paura! Sento che dovrei alzarmi dal lettino e dirigermi verso l’oscurità che incombe aldilà dell’apertura, ma poi una sensazione di diffidenza s’impone al mio io, sussurrandomi di non abbandonare un luogo sicuro per andare a scoprirne uno nuovo e ignoto.
I battiti del mio cuore stanno accelerando, le tempie pulsano, ho bisogno di alzarmi e di camminare urgentemente. Mi alzo concitatamente drogato di curiosità.
Passo dopo passo arrivo verso l’apertura attraversandola, facendomi avvolgere completamente dall’oscurità. Ma a un tratto tutto incomincia a illuminarsi fiocamente.
Mi guardo attorno per osservare meglio la nuova stanza e mi accorgo che è meglio di quanto osassi sperare. Circondato da vetri trasparenti, potevo ammirare l’immensa bellezza che lo spazio esterno può regalare in determinati momenti della propria esistenza.
Il protagonista in quell’immenso sfondo nero era il pianeta di cui avevo sentito molto parlare dal mio creatore durante i miei pochi giorni di vita. Provavo ammirazione per quel pianeta chiamato Terra. Lo guardo sommesso accorgendomi di quanto siano intense le sue innumerevoli sfumature. Poi voltandomi verso il centro della stanza mi accorgo finalmente della sua presenza.
Una donna dalla corporatura minuta e dal viso mite se ne stava lì a osservarmi dritto negli occhi.
Un dolce sorriso stava irradiando da lei, facendomi provare una sensazione insolita. Dopo interminabili secondi decido di prendere l’iniziativa dirigendomi a passi cadenzati verso di lei. Eravamo soli, uno di fronte all’altra cercando di percepire la realtà delle nostre emozioni. Lei, a un certo punto, con una mano mi accarezza delicatamente il volto.
Il profumo della sua pelle e la sensazione di quel contatto ravvicinato mi hanno fatto venire un brivido lungo la schiena. In quel momento capisco che il mio futuro sarebbe dipeso dal desiderio di entrambi di portare avanti quell’enfatica relazione. Guardandola ancora una volta negli occhi mentre tengo le sue mani tra le mie, la sento pronunciare parole che non ho mai udito prima d’ora: “ Ti amo“.
Lei poi abbracciandomi stretto, realizzò con le sue labbra il primo bacio della nostra vita.

lunedì 13 luglio 2015

NINNA NANNA di Teresa Regna



Ninna-o, ninna-o,
questo bimbo a chi lo dò:
se lo dò all’uomo bianco
se lo tiene un giorno soltanto;
se lo dò alla befana
se lo tiene una settimana;
se lo dò all’uomo nero
se lo tiene un anno intero.
La mamma mi cantava sempre questa ninna nanna, quando ero piccolo. Ora la canta al mio fratellino, Marco, che dorme nella culla, vicino al mio lettino. Ha meno di un anno, non sa parlare e cammina a quattro zampe, ma io gli voglio bene. Anche se ho appena compiuto sei anni e sono grande: frequento la prima elementare.
Marco, invece, ha solo dieci mesi. A quell’età si contano i mesi, me l’ha spiegato la mamma. Ora la ninna nanna è finita, e la lampada grande è stata spenta. Rimane soltanto il lumicino da notte, a forma di candela, a farci compagnia. Ho chiesto io il lumicino: le mie notti sono popolate di uomini bianchi, befane, e uomini neri. Soprattutto uomini neri, che tentano di rapire me e Marco per un anno intero. E poi se mio fratello si sveglia piangendo, al buio la mamma non può prenderlo in braccio e consolarlo, né dargli un po’ di camomilla quando ha male al pancino.
Ho tanto sonno, e so che è notte perché dagli scuri accostati non passa nemmeno un po’ di luce, ma un rumore strano mi ha svegliato. È una specie di respiro soffocato, seguito da un passo pesante. Apro gli occhi, poi li stropiccio con la mano. Un’ombra scura è vicino alla culla di Marco. Non è la mamma: è più alta e più magra. Forse è l’uomo  nero, che  vuole  portare via mio fratello per un anno. Mi metto a sedere sul letto, e mentre mi sistemo l’ombra si china su Marco.
Urlo, con tutto il fiato che ho in gola. L’ombra si gira e mi guarda: è una vecchia bruttissima, con i capelli bianchi legati con un laccio, un lungo vestito nero e il naso grosso e rosso. Non mi sembra la befana: è molto più brutta. E ha gli occhi cattivi, che mi fissano per un momento. Quando il passo della mamma si avvicina, la vecchia scompare.
“Mamma, Marco sta bene?” chiedo. La guardo mentre si avvicina alla culla, si china sul mio fratellino e lo accarezza.
“Sta benissimo, tesoro” mi assicura. “Hai urlato perché credevi che stesse male?”.
“No. Perché una vecchia brutta voleva rapirlo. E non era la befana”.
“Avrai sognato”, dice la mamma. “Non c’è nessuno qui. Torna a dormire”.
Le obbedisco, però non è riuscita a convincermi. Ora non c’è nessuno, ma poco fa la vecchia c’era. Io ci vedo bene, e non stavo sognando.
È domenica mattina, e non devo andare a scuola. Ho deciso di chiedere alla nonna chi è quella vecchia brutta e cattiva che mi ha spaventato stanotte. La nonna abita sul mio stesso pianerottolo, all’11/b. Vado a trovarla e le racconto quello che è successo stanotte.
“Sta’ attento”, mi dice. “Potrebbe essere una janara”.
“Una cosa?”, chiedo. Sono curioso: forse lei sa chi è quella donna.
“Una janara: una strega che uccide i bambini nel sonno. Corrisponde alla descrizione che mi hai fatto: capelli lunghi e bianchi, vestito nero, naso grosso e sguardo cattivo”.
La nonna è una che sa il fatto suo, perciò le domando “Cosa posso fare per difendere Marco?”.
Questa è una cosa che non sa, perché scuote la testa. “Prova con l’aglio: se funziona con i vampiri potrebbe spaventare anche le janare”.
La ringrazio e scappo a casa, a giocare con il nuovo computer che mi hanno regalato per il compleanno. Marco attraversa a quattro zampe tutta la casa, allegro come sempre. Non si è accorto di niente: io, invece, ho paura. La vecchia, janara o non janara, può tornare stanotte.
È passata una settimana da quando la janara ha tentato di uccidere il mio fratellino. Abbiamo dormito, come angioletti, per sette notti. La mamma ha smesso di guardarmi con un’aria preoccupata e il papà non dice più che ho troppa fantasia. Secondo me, la fantasia non è mai troppa, ma è un pensiero che tengo soltanto per me.
Ho un orologio, che in questo momento è posato sul comodino, ma non so ancora leggerlo. Perciò non so che ora è. So solo che è notte, e che mi sono svegliato all’improvviso. Sto sudando, ma non fa caldo: sono agitato. La janara è tornata, e questa volta sta venendo verso di me. Forse l’aglio che ho nascosto sotto il materasso della culla la tiene lontana, o ha soltanto cambiato idea e vuole uccidere me. Nel mio letto non c’è l’aglio, e non ho abbastanza voce da urlare per chiamare aiuto: ho la gola secca e quasi non riesco a respirare. Ho paura: una paura che non avevo mai provato prima.
Penso alla nonna, e ai suoi consigli. Quando una presenza malvagia ti minaccia, scacciala facendo il segno della croce, mi dice sempre. Ci provo: alzo la mano destra,  e  tremando  la porto alla fronte. “Nel nome del Padre, del Figlio e dello Spirito Santo”, dico con un filo di voce. Funziona: la janara ride, mostrando i denti sporchi, e sparisce.
È meglio l’aglio o la croce? Domani lo chiederò alla nonna. Ora mi sforzo di tornare a dormire, come fa Marco, che non si è accorto di nulla.
La nonna mi ha detto che posso usare l’aglio e la croce: due rimedi sono meglio di uno. Perciò ho infilato uno spicchio d’aglio sotto il mio materasso e preso un crocifisso dall’armadio della mamma. L’ho messo nel cassetto del mio comodino, sotto i fumetti e le foto di quando ero piccolo.
Stanotte la janara è tornata. Sto piangendo come una fontana, e nemmeno la nonna riesce a consolarmi.
“Raccontami com’è andata”, dice.
Tiro su col naso e comincio. “Un rumore di passi mi ha svegliato. Anche se è capace di scomparire, e di muoversi molto velocemente, la janara fa rumore quando cammina”.
“Se non lo facesse, nessun bambino al mondo si salverebbe dalla sua ingordigia”, mi spiega la nonna.
Annuisco. “Ho visto l’ombra nera vicino alla culla di Marco. Sono sceso dal letto, per cercare il crocifisso che ho messo nel cassetto del comodino, e lei si è girata verso di me. Mi sembrava altissima, e mi sono sentito morire. Ero come paralizzato: non riuscivo a muovermi, e nemmeno ad urlare. Poi ha riso. Una risata orribile: il suono di un mitra, o di pentole che cascano tutte insieme. Un rumore metallico, forte, che ha rimbombato nelle mie orecchie. I suoi denti erano scuri e appuntiti, ma non lunghi come quelli di un vampiro. Ho tirato un lungo sospiro, e mi sono girato per prendere il crocifisso. È stato allora che ha parlato, con una voce metallica  come  la sua risata. ‘Non serve a nulla’, mi ha detto. ‘Ho l’antidoto’. Ha toccato una catena che portava al collo, e la pietra nera che era appesa lì ha sprizzato qualche scintilla. Non le ho dato retta: ho aperto il cassetto, ho afferrato il crocifisso e l’ho puntato contro di lei”.
Mi sfugge un singhiozzo soffocato. La nonna mi abbraccia con dolcezza mentre ricomincio a piangere. “Coraggio, continua”.
“La janara ha riso di nuovo, mi ha strappato il crocifisso dalla mano e l’ha gettato in un angolo della stanza. Poi si è chinata sulla culla, ha preso Marco tra le braccia, e l’ha baciato come fa una mamma con il suo bambino, però sulla bocca. Quando l’ha rimesso nella culla, la sua testa era curvata all’ingiù. Prima di scomparire, la janara si è voltata verso di me, dicendo ‘La prossima volta toccherà a te’. Ho urlato, con tutto il fiato che avevo in gola, finché non sono venuti mamma e papà. Hanno portato subito Marco in ospedale, ma è stato tutto inutile: era già morto”.
“Le janare si nutrono così: succhiano dalla bocca dei bambini il soffio della vita, per diventare un po’ più giovani, e vivere centinaia di anni”, mi spiega la nonna.
“Cosa ha detto il dottore?”, chiedo.
“Ha parlato di arresto cardiaco”.
“Noi due sappiamo che non è per quello che mio fratello è morto. E io sarò il prossimo”. Le lacrime scorrono sulle mie guance, cadendo a bagnarmi la felpa. “Quando ho detto alla mamma quello che è successo, mi ha urlato di stare zitto e di non inventare storie. Anche il papà non vuole ascoltarmi. Nonnina, se l’aglio e il crocifisso non funzionano, come posso difendermi?”.
L’abbraccio della nonna è caldo e confortante. “Chiederò alle vecchie  comari:  sono  sicura  che  conoscono  il   modo   per sconfiggere le janare”.
Si è fatto tardi: devo tornare a casa. E affrontare il pericolo: non sono più un bambino piccolo. Ma ora so qual è l’ultima strofa della ninna nanna che ho sempre odiato.
Ninna-o, ninna-o,
questo bimbo a chi lo dò:
se lo dò alla janara
non se lo tiene ma lo fa fuori.

mercoledì 8 luglio 2015

PEGASUS INTERNACIONAL – Portoghese n° 2

A consciência - João Ventura (Portugal)
Foi durante o período antes da ordem do dia que o deputado deu por falta da sua consciência. Procurou nos bolsos, na pasta, mas não a encontrou. Ficou preocupado.
Na primeira oportunidade, saiu do hemiciclo e foi à secção de perdidos e achados. Perguntou ao funcionário se alguém teria encontrado uma consciência. Fizeram-no entrar pela porta ao lado do guichet e levaram-no a um compartimento onde havia guarda-chuvas, telemóveis, muitos dossiers, muitos envelopes A4 de papel castanho, e numa prateleira ao fundo algumas consciências.
- Essas estão aí porque os donos nunca vieram procurá-las.
O deputado observou mas nenhuma era a sua. Notou no chão uma caixa fechada. Perante o seu olhar interrogativo, o funcionário disse:
- Aí dentro estão vergonhas. Há pessoas que perdem a vergonha. E nunca vêm cá à procura dela. Vergonhas e consciências que não são reclamadas, ao fim de um ano são incineradas.
O deputado apalpou o bolso e suspirou aliviado. Ainda tinha a sua vergonha. O problema era a consciência.
Agradeceu ao funcionário e saiu à procura, pensando onde diabo poderia ter deixado a consciência.
Menino-Peixe - Americo Ayala Jr. (Brasil)
O menino amava o mar mais que tudo. Queria até ser peixe: um golfinho, como os que brincavam com ele na enseada, quando fingia ser um deles...
Agora, sentado perigosamente à beira do penhasco que lhe permitia a visão de todos os horizontes, nem podia imaginar que nos próximos 17 minutos, no exato instante em que aquele imenso disco vermelho-alaranjado começasse a ser engolido pela distância, o penhasco se faria mar, e ele seria golfinho, finalmente.
O plano arquitetónico minuciosamente ajustado e concretizado da cidade de Xanadu-Al - José Eduardo Lopes (Portugal) 
Xanadu-Al era uma cidadezinha de província, que começou por ser como todas as cidadezinhas de província, sem origem certa e com uma mais-do-que-certa-ausência-de-futuro. Mas a mão do homem contrariou esse aparente determinismo.
Ou a mão do sátrapa anatólico de Xanadu-Al. Gizando planos arquitetónicos fabulosos para a cidadezinha, deu ordens para que se iniciassem de imediato as obras.
E elas arrancaram, com um brilho e uma ambição desmedidas.
O alcatrão das ruas foi coberto por placas ovais de obsidiana, fundidas umas às outras com cordões de chumbo derretidos por feixes de Laser.
Um canal subterrâneo desviou da superfície o rio de águas lodosas que os gangsteres costumavam alimentar com os cadáveres resultantes das suas incessantes vendettas.
O cristal e o jaspe branco vestiram com novas roupas os prédios modernos mas esteticamente desajustados.
Os plátanos e os álamos antigos foram substituídos por árvores de zircão e ouro, onde pássaros mecânicos enchiam os ares com os seus cânticos.
Deixaram de existir portas fechadas em Xanadu-Al e todas as portas das casas se abriam para vestíbulos inundados de luz e das fragrâncias do incenso.
Os animais de estimação passeavam-se livremente pelas avenidas e pelos parques de árvores artificiais.
Xanadu-Al tinha TUDO para que alguém se sentisse feliz em viver dentro dela.
Mas Xanadu-Al não tinha ninguém. Já não existiam ali pessoas.
O sátrapa anatólico de Xanadu-Al teve de as vender, e aos seus bens, para custear as obras.
E teve de inciar as obras para dissimular as vísceras da cidade que começavam a sair pela boca dos túneis e pelas chagas no alcatrão das avenidas.
Os bons ouvintes - Angela Schnoor (Brasil)
Doente, sem trabalho e muito só, passou a visitar o cemitério todos os dias. Sentada nas frias lápides,  conversava com os falecidos. Chamando-os pelo nome, contava suas histórias e mágoas. Quando melhorou, passou a fazer melhorias e enfeitar os túmulo. Era como se pagasse ao analista.
Narciso - João Ventura (Portugal)
Narciso cansou-se de se mirar em charcos e ribeiros. Tornou-se urbano e arranjou um emprego. Polidor de espelhos!
O patrão estava feliz. Nunca lhe tinha aparecido um empregado apaixonado pelo trabalho. Até fazia horas extraordinárias de graça!
Um dia Narciso fez uma experiência. Esperou com ansiedade pela saída dos restantes empregados e do patrão. Pegou nos últimos dois espelhos que tinha polido, cada um com dois metros de altura por um de largura (encomendados por uma loja de pronto-a-vestir) e posicionou-os em frente um do outro, as superfícies tão paralelas quanto possível. Descalçou os sapatos e as meias, despiu a roupa e, completamente nu, colocou-se no meio dos espelhos.
Quando olhou a sua imagem multiplicada até ao infinito, uma onda de prazer com uma intensidade que não supunha possível fez vibrar cada nervo do seu corpo, fez ressoar cada neurónio do seu cérebro...
Morreu de overdose.
Teste - Eduardo Oliveira Freire (Brasil)
 Havia um cálice de ouro e uma cumbuca de barro. Um agiu com impulso e pegou o primeiro. O outro usou a cabeça escolhendo a segunda. O primeiro foi salvo e o segundo perdeu pois testavam a sinceridade das ações.
O Corpo... - Eduardo Oliveira Freire (Brasil)
 Boiando na piscina do prédio continuou na cabeça de Carlinhos. No início, ele ficou com raiva do corpo porque a piscina ficou interditada e não podia mergulhar com os amigos. Mas o ódio persistiu já que o corpo lhe revelava algo. Sentiu perder sua coragem indômita e culpava o corpo por isso. 

lunedì 6 luglio 2015

IL FUNERALE DEL GRAND’UOMO di Massimo e Fabio Calabrese



Questo breve racconto occupa una posizione affatto particolare nella mia bibliografia e nella mia personale storia di autore. Come avrete probabilmente avuto modo di notare, nell'arco di una carriera ormai più che quarantennale, le collaborazioni, i racconti a quattro mani scritti insieme ad altri autori sono veramente pochi: oltre a questo con mio fratello Massimo, soltanto altri due scritti assieme a Roberto Furlani: Coydog che trovate qui e Inner Space pubblicato dalle Edizioni Scudo  nell'antologia Dentro e fuori di noi.
La storia di questo racconto è strettamente connessa al modo in cui è iniziata la mia carriera letteraria. Ero un adolescente, dovevo avere sui sedici anni e mio fratello Massimo, più giovane di me di un anno e mezzo, doveva avere fra i quattordici e i quindici. Mi capitò di occhieggiare in libreria i Racconti neri di Ambrose Bierce nell'edizione de “il pesanervi” Bompiani, e fui attratto, lo ricordo bene, soprattutto dall'illustrazione di copertina, dove uno scheletro in abito da sposa e con un cappello molto vistoso, campeggia in mezzo a una folla di uomini vestiti di scuro. Lo comprai, e mio fratello e io lo leggemmo d'un fiato – eravamo in un'età in cui si è irresistibilmente attratti dal macabro e dal surreale, o almeno lo erano quelli della nostra generazione, per i ragazzi di oggi dalla fantasia atrofizzata dai videogiochi, non so – e decidemmo di produrci in una sfida, quella di scrivere racconti simili a quelli che avevamo letto nell'antologia bierciana, e vedere chi avrebbe ottenuto il risultato migliore.
Lo dovetti ammettere allora e lo devo riconoscere adesso: i racconti che riuscì a scrivere Massimo erano migliori dei miei, solo che lui si fermò a due, mentre io ci presi gusto e andai avanti, e da allora non mi sono più fermato e poi, poco per volta, ho variato le mie tematiche, includendo la fantascienza, l'horror e la fantasy. In un certo senso, si potrebbe dire che questa sfida adolescenziale è ancora in corso.
In anni successivi (ma non di moltissimo) ho dato vita assieme a Giuseppe Lippi alla (purtroppo breve) avventura de “Il re in giallo” e nel primo numero della pubblicazione triestina, assieme al mio Notte a Rio che anche ripropongo qui, anche considerando che questo primo numero è ormai da molto tempo divenuto un mitico e introvabile oggetto da collezione, pubblicammo il secondo e migliore dei due racconti di mio fratello nella stesura e con il titolo originale, Il generale Marlowe.
In seguito, ho ripreso in mano il racconto di mio fratello rielaborandolo in una stesura più adulta, così come ho fatto per molti miei racconti risalenti agli anni d'esordio. Ed è in questa forma con entrambe le nostre firme che lo ripropongo qui.
Fabio Calabrese

Era stato un uomo importante, non una persona qualsiasi, ma un uomo autorevole, ricco, famoso, potente, uno di quelli di cui i giornali parlano quasi ogni giorno, aveva un'importante carica pubblica, anzi, aveva avuto molte importanti cariche pubbliche nel corso della sua carriera. I suoi nemici lo  temevano e i suoi amici facevano rapide carriere e ottimi affari. Tutti lo temevano e lo rispettavano, alcuni lo ammiravano.
Aveva una grande e bellissima villa, una bella moglie, dei figli che avevano fatto rapide carriere politiche aiutati dagli amici del padre, un conto in banca che sembrava il bilancio di una piccola nazione, più una mezza dozzina di conti in banche estere di cui il fisco non sapeva nulla, uno yacht di lusso delle dimensioni di un cacciatorpediniere, un aereo privato, uno stuolo di segretari e domestici, e dozzine di guardie del corpo a vigilare su di lui e le sue proprietà, ma neppure le guardie del corpo possono tenere lontana la morte quando l'ora di un uomo è venuta, e così un giorno il grand'uomo morì all'improvviso stroncato da un infarto.
Appena la notizia si seppe, fece grandissima impressione in tutta la nazione, e gli furono decretati solenni funerali di stato.
La cerimonia funebre, a cui parteciparono le massime autorità dello stato, fu tenuta nella cattedrale della capitale, officiata dal vescovo, poi il feretro, portato a braccia da sei uomini politici e seguito da una folla enorme, si avviò verso il carro che l'avrebbe portato alla tomba monumentale preparata nel cimitero cittadino e che il grand'uomo, metodico e preveggente anche in questo, si era fatto erigere da gran tempo.
Molti allora notarono una cosa che li lasciò stranamente impressionati. Giusto fuori dal sagrato della chiesa c'era un ometto vestito di scuro che zoppicava in maniera molto evidente e portava un'alta tuba vistosamente calcata in testa. Si muoveva con fare nervoso davanti al sagrato, come se fosse in impaziente attesa di qualcosa, e il suo andirivieni era piuttosto strano: tutte le volte che si avvicinava al sagrato si arrestava esattamente sul bordo del terreno consacrato come se si trovasse di fronte a un ostacolo fisico.
Spiccava isolato tra la folla delle persone che si assiepavano fuori dalla cattedrale in attesa del corteo funebre, perché – stranamente – sembrava che nessuno avesse voglia di stargli troppo vicino.
L'anziano e solenne uomo politico, un vecchio compagno di partito del defunto, che aveva tenuto una lunga ed assai apprezzata orazione funebre magnificando le virtù, la bontà, l'onestà, la generosità, la dedizione al pubblico bene di colui che non era più, uscì di chiesa per primo alla testa del corteo, subito seguito dal feretro e da due ali di folla commossa.
L'ometto zoppicante si diresse con disinvoltura verso di lui, come se i poliziotti in servizio che tenevano a bada le due ali di folla e i numerosi agenti di sicurezza in borghese infiltrati tra la gente comune non esistessero nemmeno, e in effetti, a quanto pareva, nessuno pensò minimamente di ostacolarlo, sebbene l'uomo politico impallidisse di colpo e sul suo volto fosse possibile leggere uno sguardo terrorizzato.
“Signor presidente” (e in effetti l'uomo politico era presidente di una dozzina di enti e altre cose), disse l'ometto con una voce stranamente rauca e chioccia, “stia tranquillo, questa volta non sono qua per lei”.
Mentre sul volto dell'anziano uomo politico si dipingeva un subitaneo sollievo, l'ometto proseguì:
“Anzi, a essere sincero, sono mortificato di dover mancare di rispetto al defunto e di dover mancare di rispetto a questo illustre consesso, ma si tratta di una grave ed urgente questione d'onore che devo risolvere al più presto”.
L'atteggiamento dell'ometto era così compunto e signorile che nessuno osò intervenire.
“Tutti quanti voi”, aggiunse ancora costui, “siete uomini d'onore e capite cosa intendo dire. In effetti, tra il defunto e me c'era un accordo, un patto per essere più precisi, e per pura distrazione, per dabbenaggine, lo ammetto, da parte mia, non sono riuscito a onorare la mia parte prendendo ciò che mi compete. Se lor signori me lo consentono, sarà questione di un minuto, dopo di che potrete proseguire con la cerimonia”.
Così dicendo, si avvicinò al feretro del defunto che era scoperto, mostrandone in bella vista i lineamenti nobili e sereni.
Allora accadde una cosa che lasciò tutti i presenti di sasso: la carne del defunto parve arricciare, contrarsi come se fosse dotata ancora di una scintilla di vita, come se cercasse di ritrarsi dal tocco dell'ometto.
I lineamenti del morto fino a quel momento sereni, si contassero in una maschera di sofferenza e di paura indicibili. La mascella del defunto si aprì, e dalla sua bocca si vide uscire qualcosa, qualcosa di indefinibile, come uno sbuffo di nebbia od uno straccio sporco e lurido al punto da fare disgusto a guardarlo.
L'ometto afferrò al volo quella cosa indistinta ma disgustosa, che sembrava contorcersi nel tentativo di sfuggire alla sua stretta.
“Scusate tanto”, disse alla folla ammutolita, “ho finito. Per ora tolgo il disturbo, ma ci rivedremo presto”.
Quest'ultima frase era palesemente diretta alle autorità presenti.
Si piegò in un profondo inchino, togliendosi la tuba e mostrando due piccole corna sulla fronte.
Subito dopo scomparve, lasciandosi dietro uno sgradevole odore di zolfo.

domenica 5 luglio 2015

EL HERMANO MENOR di Eugenia Prado Bassi (Chile)



Acerca de lo que le sucedió al hermano menor luego de la primera experiencia con su hermano, dos años mayor, y de cómo a modo de carta él le declama sus profundis sentimientos.

Qué me haces que siento que me muero. A mis nueve tú tenías once, eras de los hermanos, el mayor. Qué me haces que siento que me muero, me agoto, y ya no puedo levantarme y la luz de la mañana me pone tan triste. Qué me hacías cuando éramos tan niños. Por qué me duele la idea que me sitúa como presa única de tus movimientos. Por qué me besas. Por qué lo haces con tanta insistencia. Por qué me tocas. Me chupas tanto, que casi me gusta cuándo lo haces y la costumbre me obliga a soñarte. Te sueño en pesadillas con los ojos brillantes repasando cada movimiento que me vulgariza con hostilidad. Ahora, que he crecido, entiendo lo que hacías. Puedo ver cómo fuiste poniéndome todo esto en la cabeza. Aun así, te atreves a negarnos. Niegas el placer del primer día, y yo sin poder entender cómo podrías no privilegiar entre tus recuerdos el momento exacto de aquel día, en que tú y yo, desnudos frente al espejo nos iniciábamos bajo la fuerza de extrañas imágenes. Ese primer día, tú y yo nacíamos a la vida, anticipando sueños que dibujarían cómo iría dándose todo entre nosotros. Muy pronto, descubrí que lo que hacíamos te avergonzaba y de pudores me sentía triste y tan perdido. Sin poder entender cómo, después de haberme iniciado, anteponías semejante distanzia.
Te avergüenzo? Te avergüenzan estos sueños míos, aun cuándo por las noches sigo el movimiento de tus labios que chupan sin tregua, y exhausto trato de apaciguar el dolor y que se calme mi durezza de ahí abajo.
Solo tú me importas. Digo.
Y te abalanzas y me atrapas y en silencio me sometes sin saber cómo avanzar tus labios que huidizos niegan el deseo que arde en mi boca. Mis labios chupan. Puedo verte destruido resbalar adentro de mi boca y me gritas que siga, que lo haga más rápido y yo, sin poder contener la respiración agitada. ¡Hazlo! ¡Chúpame despacio! Dices. ¡Sin vergüenza! Gritas. Nos ponemos ardientes y me golpeas sobre los muslos, sobre las nalgas hasta que el deseo nos estalla.
En el acecho de las pupilas dilatadas del que escapa, confundidos nuestros cuerpos crecen. Y también la risa cuándo empieza a gustarme cómo lo haces encima mío cuando nos hacemos uno, bajo promesa de pacto secreto.
Quieto. Me quedo quieto esperando la proximidad de otro de tus estallidos. Y tú vuelves sobre mí otra vez. Una y otra vez, cuando los demás no están y yo tengo tanto miedo de la reiterada insistencia con que me mojas. Dependo, ambos dependemos de tu astucia. Y me dices, qué tiene de malo. Que con una vez no pasa nada. Nada, juras. Y finjo que no me gusta porque tu poder es evidente.
Por las noches sueño contigo y me mojo con el recuerdo de tu mirada sobre mí hostil. Acércate, me dices. Sé que puedes hacerlo mejor. ¡Hazlo! Sin tener idea de cuánto me gusta cómo lo haces. Si no te va a doler. Susurras y sobre mí jadeas y entre quejidos te mueves hasta dejarme repleto. ¿Así? ¿Te gusta? Dices, cuando a golpes me sometes. ¿Ves cómo eres maricón? Gritas y me sofocas tanto, que ya no cabe adentro de mi boca, toda la fuerza de tu insistencia. ¡Mariquita! Gritas. Más fuerte. ¡Hazlo! Y mi boca, exhausta de aplacar tu necesidad, no se detiene y no puedo pensar, no puedo respirar y me siento perdido, sabiendo que no conseguiré volver en mí hasta verte caer de rodillas.
Dos niños fugando. Éramos dos niños que aún hoy juegan.
En el espacio sofocante de la infancia habita también la rotunda presencia de Madre. Pero Madre no hará otra cosa que desaparecer en los recuerdos de cuándo no peleábamos, de cuándo nunca lo hacíamos, con tal de verla sonreír. Entonces, una vez más el apuro y la urgencia cuando Madre no está y a hurtadillas aprovechamos el tiempo de todas sus salidas. Y los empleados ni se enteran de lo que hacemos cuando Madre sale de la casa. Galopes de pies descalzos corretean por los pasillos. Oídos sordos, cúando me alcanzas.
¡Dime si no es rico! Gimes. ¡Rico! Gritas. Y me bajas los pantalones y te refriegas encima mío y me besas en la boca. El ardor cede. Aprendo a disfrutarlo. Cuándo sobre mí resbalas y sobre mí jadeas y me jalas el pelo. Si no te va a doler. Dices y hasta te atreves a prometerlo, mientras me arrastro y suplico, abrumado por tus exigencias. Me gusta. Grito. Me gusta mucho. Pero por dentro tiemblo por una de tus nuevas ocurrencias.
Por las noches me aprieto contra la almohada y lloro después de haber sido el perfume de tus labios salivados. Cómo odio la necesidad de este secreto que te apega más a mí. Eres el hermano mayor y también el de los inventos. Me enciendo con la precariedad de este silenzio pero ya no tengo miedo.

-------------
(Fragmento del texto Objetos del silencio, secretos de infancia. 2007, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile).
http://issuu.com/eugeniapradobassi/docs/eugeniapradobassi_escritora

sabato 4 luglio 2015

STRANE USANZE DEGLI UMANI di Paolo Secondini



«Chissà perché, M’Disa, gli umani, maschi e femmine, si congiungono a volte con le labbra?»
«Non saprei, M’Dum. Forse è un modo di comunicare.»
«No, non credo. Al contrario di noi, che usiamo pura energia telepatica, essi, per comunicare, emettono suoni, rumori, che non sempre fuoriescono dal loro organismo allo stesso modo.»
«Sì, sì, hai ragione! A volte sono bassi, dolci, appena percettibili, altre volte, invece, forti, rochi, perfino assordanti. Credo che la variazione di tono dipenda dal peso di quanto, in momenti diversi, essi intendono trasmettere.»
«E quel liquido chiaro, M’Disa… quel liquido chiaro, incolore, che sgorga talora dai loro occhi? Che spreco! Sul nostro arido Humel c’è la pena di morte per chi, senza un motivo, fa sciupo di liquido che, scarseggiando all’esterno, ricicliamo continuamente con un complesso processo interno al nostro organismo.»
«E che dire, M’Dum, del loro battere violentemente mani e piedi gli uni sul corpo degli altri? O dello scagliarsi contro, con arnesi esplosivi, piccole capsule di metallo, le quali, penetrando nei loro corpi, causano la fuoriuscita di un altro tipo di liquido, di colore rosso?»
«Oh, hanno proprio stranissime usanze gli umani!»
«È vero!»
 «Sono felice di essere nato su Humel, di essere un humeliano.»
«Anch’io sono felice, e fiera. Ma fino a quando dovremo tollerare sul nostro pianeta la presenza di questi intrusi?»
«Non lo so! È certo che gli umani rappresentano un grave pericolo per noi; un pericolo che, a volte, viene direttamente dai loro organismi, altre volte dai grossi e strani macchinari di cui si servono per trivellare o scavare il suolo di Humel, come cercassero qualcosa.»
«Già!... Oh! Ecco uno di quegli umani… Si avvicina di corsa, saltellando… Ma… ma… Viene verso di noi… Attenta, M’Disa, attenta! Scansati, scansati!…»
«Grazie, M’Dum, di avermi avvisata in tempo. A momenti restavo schiacciata – come purtroppo è accaduto a molti dei nostri simili – sotto i durissimi arnesi che infilano ai piedi per camminare… Grazie ancora. Ti sarò per sempre riconoscente.»
«Avresti fatto lo stesso per me, M’Disa. Ne sono sicuro.»
E i due coleotteri alieni pensarono bene di eclissarsi, nello stesso momento, tra la gialla, arida sabbia di Humel, dove, più che all’esterno, potevano stare al sicuro.