La historia que sigue, arraigada en los cánones más clásicos de la
“narrativa de anticipación”, tal como alguna vez fue entendida, podrá parecer,
a primera vista, un homenaje al inmenso Ray Bradbury (¡de cuyos excelsos puño & letra me precio de haber obtenido
una dedicatoria en la portada de El
vino del estío!...).
Sin rebatirlo, manifiesto, además, que en ella pago tributo a muchos
otros grandes y asimismo a todo mi querido género de Ciencia Ficción, hoy día
tan alevosamente bastardizado en la letra y en el celuloide. Espero les agrade.
¡Hasta la semana próxima, amigos!
Ya había transcurrido más de un año (700
días, para ser preciso), y era en verdad primavera, de acuerdo al calendario.
Las vi a través de la pared
transparente de La Burbuja..., justo sobre el montículo. Yo no sé qué significa
sorprenderse; tampoco entiendo de ironías. Pero de haberse encontrado allí el
Señor, con seguridad que habría aludido a uno u otro de esos estados anímicos, si
no a ambos.
El Señor...
Conservo claramente su recuerdo, por supuesto, aunque fue uno de los primeros
en acudir a filas.
—Cuídame bien a
la Nena, Julio —me ordenó al partir—. ¡La dejo a tu cargo! (Todos me llamaban
siempre así, Julio; aunque no es mi nombre verdadero, finalmente llegué a
acostumbrarme). ¡No me falles, Julio!
Esto último era innecesario:
bien sabía él que yo obedecería al pie de la letra. Nada le faltó a la Nena en
tanto cohabitamos en La Burbuja... Hasta el más insignificante de sus caprichos
fue indefectiblemente una orden implícita para mí. Como la vez en que, desde su
lecho de enferma, suspiró:
—¡Cómo me gustaría que ya fuese
primavera!
Lo expresó hace 700 días. No
era lo propio, desde luego: el calendario indicaba que estaban transcurriendo
aún las postreras semanas del invierno. Pero yo debía hacerla feliz, de manera
que conecté la Primavera antes de tiempo.
Desde el cuarto
de controles operé diales y conmutadores, bajé palancas y tecleé precisas
directivas. Afuera, sobre la arena roja y seca, empezó a extenderse una
creciente mancha de verdor. Docenas de tallos con sus hojas se abrieron paso a
través del suelo, ondulando solemnes, como si los meciese una melodía
silenciosa. De pronto, múltiples explosiones de color los matizaron: la Primavera
“se vestía de flores”, como le gustaba decir a la Nena.
Oprimí nuevos mandos, y hubo
un revoloteo de aves trinadoras y una nube de insectos orbitó en torno a las
policromas corolas que iban abriéndose por doquier. Enseguida, los campos de
fuerza, activados, demarcaron un área resguardada de las tempestades.
—Ya es Primavera, señorita
—anuncié.
La Nena se
incorporó en el lecho. Parpadeaba, incrédula. Yo había puesto la polaridad en
“transparente”, de manera que la escena del exterior se le ofreció en toda su
magnificencia a través de La Burbuja.
—¿Primavera, ya? —se
extrañó—. ¡Pero si falta...!
—Véalo por sí misma —repuse.
Lo esencial era su dicha,
como siempre, no el apego estricto a la norma. Al menos en emergencias como
éstas.
Palmoteó,
divertida. Comprobé que se le coloreaban las mejillas, lo cual confirmó lo
acertado de la decisión adoptada. En cualquier caso, no se dañaba a nadie con
aquella leve alteración de fechas, ya que estábamos completamente a solas en
Marte desde el comienzo de las hostilidades.
Ella devoraba
el paisaje con los ojos. Claro está que no ignoraba que todo era artificial;
pero el realismo que yo había logrado conseguir en años sucesivos era bastante
aceptable, y además grato a la vista. No creo que nadie, fuera de un experto,
habría advertido la diferencia con el producto natural. Las nervaduras de las
distintas hojas, por ejemplo, tomadas de viejos hologramas, pasadas por
escáner, computarizadas y luego minuciosamente copiadas, revivían en versiones
de escrupulosa fidelidad: lo mismo en cuanto a los insectos: incluso el más fino
vello de las patas de las abejas correspondía al modelo original, hasta donde
yo podía conocerlo.
Y suponiendo
que algo se me escapara..., bien, la Nena tampoco había visto nada de eso en
vivo, como marciana de segunda generación que era, y sin haber tenido
oportunidad de visitar la Tierra... Su corazón, tan débil, no habría soportado
la gravitación del Planeta Materno.
Como fuese, era Primavera,
ya que la Nena lo necesitaba.
—Saldría
afuera, para disfrutar, Julio, pero el frío... Con esta tosecita mía...
Era cierto lo de la tos.
Pero de cualquier modo, ella jamás habría dejado la protección de La
Burbuja, debido a la gélida temperatura, las frecuentes tormentas de arena y la
escasa proporción de oxígeno. Era una especie de simulación que compartíamos:
yo le hacía el gusto cada vez que ella pretendía disfrazar la realidad... El
Señor me había explicado que eso facilitaría las cosas para ambos.
Solíamos recordar al Señor y
a la Señora. Yo, por supuesto, no olvidaba nada de lo ocurrido en otros
tiempos, y ella me pedía una y otra vez que le repitiese
anécdotas graciosas, hechos triviales y algún drama también, aunque en estas
casos le brotaban lágrimas.
—¿Por qué tuvo que irse
papá, Julio? —preguntaba, en voz baja—. ¿Por qué volvieron todos a pelear a la
Tierra? ¿Tienes alguna explicación para un absurdo así?
—No puedo interpretar sus
razones —le decía siempre—. Su padre habló de “deber cívico” y de “lealtad a
la bandera”. Puede suponerse que los demás habrán tenido motivaciones
análogas... Cuando le pregunté si eso no me incluía, el Señor me dijo que mi
lealtad se la debía a usted, por encima de cualquier otra consideración. Y a
eso me atuve.
También había habido lucha
en Marte; pero el Señor me ordenó explícitamente que se lo ocultase a ella. De
manera que nunca le mencioné los cientos de cadáveres que fueron incinerados en
la gran caldera central de La Burbuja cuando todo terminó. Una minoría,
victoriosa sobre los amotinados, partió hacia la Tierra “en defensa de
sagrados ideales”, como se lo designaba, y jamás volvió. Tiempo después
dejaron de recibirse las transmisiones, y un día la Tierra desapareció del
telescopio.
La Nena y yo nos habíamos
quedado escondidos, por orden del Señor, cuando todas las familias residentes
fueron evacuadas, y se desmantelaron las instalaciones de investigación
científica y un enorme silencio cayó una vez más sobre las desoladas
planicies arcillosas... Ella debía ser preservada a toda costa, dijo el Señor.
Su pequeña vida de tres años le era más preciosa, afirmó (y a mí podía
confesármelo sin reticencias), que cualquier principio sobre gloria,
honor o patriotismo. De manera que se valió de los privilegios de su alto cargo
para reservar, en secreto, un depósito de comestibles cuya destrucción debió
supervisar. Sólo yo sabría, desde entonces, cómo acceder a él.
—Si no hubiese sido por ti,
Julio —me decía a veces la Nena—, ¿cómo habría yo sobrevivido aquí? ¡Y
todo lo que haces para alegrarme, además!...
—Y el próximo
año —le respondía yo—, quizás logre por fin ofrecerle flores de verdad,
vivas... Estoy probando un nuevo fertilizante.
Durante
cuarenta y cinco días de cada mes (cuando quedaba liberado de mis funciones
habituales de mantenimiento), trabajaba en lo de las flores. Llegué a
contabilizar 27.340 ensayos distintos, utilizando diferentes agentes
químicos y térmicos, invariablemente sin éxito. Todos los años, por otra parte,
inhumaba mis esporas sintéticas, siempre en base a fórmulas diversas, esperando
que algo llegara a crecer en las zonas irrigadas por los equipos destiladores.
Pero nada positivo había conseguido.
—¡Cómo te
esfuerzas!... —sonrió la Nena, en aquella Primavera final—. Pero apostaría a
que no es solamente por mí que lo haces... ¡Me parece que a ti también te
gustaría ver flores de verdad!
—Cabe en lo posible
—contesté, con mi imbuida diplomacia.
—¡Lo que sucede es que eres
todo un poeta, Julito mío! ¡A ver, rápido! —y levantó de súbito un índice
juguetón, para añadir, en fingido tono imperioso—: ¡Te doy un minuto para que
me hagas un versito sobre la primavera!
Sólo necesité treinta y tres
segundos, dos décimas. No tenía más que bucear en mi memoria y entresacar de
viejas estrofas que sabía del gusto de ella —la Nena padecía de marcada
proclividad hacia lo anticuado—, para terminar elaborando algo por este estilo:
Serán
tiempos más dulces, mejores...
Gozaremos
de tibias y plácidas brisas,
de
aromas fragantes y alegres sonrisas,
cuando
crezcan de nuevo las flores.
A ella le encantaban estos poemas, o “versitos”,
como incorrectamente los denominaba... Era durante la época primaveral
(ficticia o no) que se endulzaba su vida. Yo hacía lo posible por
prolongársela; por eso, a veces, como había ocurrido 700 días atrás, adelantaba
un poco la Primavera. Pero, desde luego, aquello no podía continuar
indefinidamente.
Noventa y ocho años marcianos, de 687
días cada uno, son demasiados para cualquier ser humano. La Nena murió poco
después de aquella Primavera extemporánea; de acuerdo a su expresa voluntad, no
la cremé.
Pero, tras el rito final,
sólo un vacío... No tenía nada programado para después. ¿Mantener en
funcionamiento las instalaciones? ¿Continuar sintetizando energía? ¿Con qué
objeto? ¿Para qué servía ahora la Burbuja?
Cuando al fin las descubrí,
llegada la primavera real a que hacía referencia al principio, salí al exterior
para verlas de cerca. Mis pasos marcaban hondas huellas sobre la greda rojiza
de Syria Planum; pero las ráfagas reiteradas de una tempestad las deformaban de
inmediato.
Me arrodillé junto
al montículo bajo el cual descansaba el cuerpo de la Nena. La sombra del
Olympus Mons, cuya cima alcanzaba 23 kilómetros de altura, caía sobre él, pero
no lograba apagar los colores de la guirnalda viva que lo adornaba.
—Son flores —constaté—. Han
crecido al fin.
Con gran
delicadeza, mis dedos de acero inoxidable arrancaron una. Tenía el color
correcto; también despedía un leve aroma, que mis sensores captaron de
inmediato. Decidí que eran perfectas. Su nombre era: nomeolvides. Por
fin... Debió haberlo causado el ingrediente faltante, ese que jamás había
logrado sintetizar en el laboratorio.
La carne y sangre de ella lo
habían proporcionado.
Me puse de pie, sin que se
escapase siquiera un rumor de mis articulaciones, perfectamente lubricadas. Soy
un JUL-10, y puedo seguir activo durante milenios todavía. pues soy capaz de
reabastecerme y de arreglar cualquier parte que se descomponga en mí. Puedo
cumplir con mi tarea.
Y ya tengo una: cuidar las
flores, para que se propaguen. Algún día, todo Marte estará alfombrado
de ellas.
Y será como si la
Nena siguiese sonriendo.
Un cordiale saluto e benvenuto a Carlos. Sono felicissimo di poterlo annoverare tra gli scrittori di Pegasus.
RispondiEliminaMi sento onorato. ¡Grazie tante, amico Paolo!
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