venerdì 21 agosto 2015

CUANDO CREZCAN DE NUEVO LAS FLORES di Carlos M. Federici



La historia que sigue, arraigada en los cánones más clásicos de la “narrativa de anticipación”, tal como alguna vez fue entendida, podrá parecer, a primera vista, un homenaje al inmenso Ray Bradbury (¡de cuyos excelsos  puño & letra me precio de haber obtenido una dedicatoria en la portada de El vino del estío!...).
Sin rebatirlo, manifiesto, además, que en ella pago tributo a muchos otros grandes y asimismo a todo mi querido género de Ciencia Ficción, hoy día tan alevosamente bastardizado en la letra y en el celuloide. Espero les agrade. ¡Hasta la semana próxima, amigos!

Ya había transcurrido más de un año (700 días, para ser preciso), y era en verdad primavera, de acuerdo al calendario.
Las vi a través de la pared transparente de La Burbuja..., justo sobre el montículo. Yo no sé qué significa sorprenderse; tampoco entiendo de ironías. Pero de haberse encontrado allí el Señor, con seguridad que habría aludido a uno u otro de esos estados anímicos, si no a ambos.
El Señor... Conservo claramente su recuerdo, por supuesto, aunque fue uno de los primeros en acudir a filas.
—Cuídame bien a la Nena, Julio —me ordenó al partir—. ¡La dejo a tu cargo! (Todos me llamaban siempre así, Julio; aunque no es mi nombre verdadero, finalmente llegué a acostumbrarme). ¡No me falles, Julio!
Esto último era innecesario: bien sabía él que yo obedecería al pie de la letra. Nada le faltó a la Nena en tanto cohabitamos en La Burbuja... Hasta el más insignificante de sus caprichos fue indefectiblemente una orden implícita para mí. Como la vez en que, desde su lecho de enferma, suspiró:
—¡Cómo me gustaría que ya fuese primavera!
Lo expresó hace 700 días. No era lo propio, desde luego: el calen­dario indicaba que estaban transcurriendo aún las postreras semanas del invierno. Pero yo debía hacerla feliz, de manera que conecté la Primave­ra antes de tiempo.
Desde el cuarto de controles operé diales y conmutadores, bajé pa­lancas y tecleé precisas directivas. Afuera, sobre la arena roja y seca, empezó a extenderse una creciente mancha de verdor. Docenas de tallos con sus hojas se abrieron paso a través del suelo, ondulando solemnes, como si los meciese una melodía silenciosa. De pronto, múltiples explosiones de color los matizaron: la Primavera “se vestía de flores”, como le gustaba decir a la Nena.
Oprimí nuevos mandos, y hubo un revoloteo de aves trinadoras y una nube de insectos orbitó en torno a las policromas corolas que iban abriéndose por doquier. Enseguida, los campos de fuerza, activados, demarcaron un área resguardada de las tempestades.
—Ya es Primavera, señorita —anuncié.
La Nena se incorporó en el lecho. Parpadeaba, incrédula. Yo había puesto la polaridad en “transparente”, de manera que la escena del exterior se le ofreció en toda su magnificencia a través de La Burbuja.
—¿Primavera, ya? —se extrañó—. ¡Pero si falta...!
—Véalo por sí misma —repuse.
Lo esencial era su dicha, como siempre, no el apego estricto a la norma. Al menos en emergencias como éstas.
Palmoteó, divertida. Comprobé que se le coloreaban las mejillas, lo cual confirmó lo acertado de la decisión adoptada. En cualquier caso, no se dañaba a nadie con aquella leve alteración de fechas, ya que es­tábamos completamente a solas en Marte desde el comienzo de las hosti­lidades.
Ella devoraba el paisaje con los ojos. Claro está que no ignoraba que todo era artificial; pero el realismo que yo había logrado conseguir en años sucesivos era bastante aceptable, y además grato a la vista. No creo que nadie, fuera de un experto, habría advertido la diferencia con el producto natural. Las nervaduras de las distintas hojas, por ejemplo, tomadas de viejos hologramas, pasadas por escáner, computarizadas y luego minuciosa­mente copiadas, revivían en versiones de escrupulosa fidelidad: lo mismo en cuanto a los insectos: incluso el más fino vello de las patas de las abejas correspondía al modelo original, hasta donde yo podía conocerlo.
Y suponiendo que algo se me escapara..., bien, la Nena tampoco había visto nada de eso en vivo, como marciana de segunda generación que era, y sin haber tenido oportunidad de visitar la Tierra... Su corazón, tan débil, no habría soportado la gravitación del Planeta Materno.
Como fuese, era Primavera, ya que la Nena lo necesitaba.
—Saldría afuera, para disfrutar, Julio, pero el frío... Con esta tosecita mía...
Era cierto lo de la tos. Pero de cualquier modo, ella jamás habría dejado la protección de La Burbuja, debido a la gélida temperatura, las frecuentes tormentas de arena y la escasa proporción de oxígeno. Era una especie de simulación que compartíamos: yo le hacía el gusto cada vez que ella pretendía disfrazar la realidad... El Señor me había explicado que eso facilitaría las cosas para ambos.
Solíamos recordar al Señor y a la Señora. Yo, por supuesto, no olvidaba nada de lo ocurrido en otros tiempos, y ella me pedía una y otra vez que le repitiese anécdotas graciosas, hechos triviales y algún drama también, aunque en estas casos le brotaban lágrimas.
—¿Por qué tuvo que irse papá, Julio? —preguntaba, en voz baja—. ¿Por qué volvieron todos a pelear a la Tierra? ¿Tienes alguna explicación para un absurdo así?
—No puedo interpretar sus razones —le decía siempre—. Su padre ha­bló de “deber cívico” y de “lealtad a la bandera”. Puede suponerse que los demás habrán tenido motivaciones análogas... Cuando le pregunté si eso no me incluía, el Señor me dijo que mi lealtad se la debía a usted, por encima de cualquier otra consideración. Y a eso me atuve.
También había habido lucha en Marte; pero el Señor me ordenó explícitamente que se lo ocultase a ella. De manera que nunca le mencioné los cientos de cadáveres que fueron incinerados en la gran caldera central de La Burbuja cuando todo terminó. Una minoría, victoriosa sobre los a­motinados, partió hacia la Tierra “en defensa de sagrados ideales”, co­mo se lo designaba, y jamás volvió. Tiempo después dejaron de recibirse las transmisiones, y un día la Tierra desapareció del telescopio.
La Nena y yo nos habíamos quedado escondidos, por orden del Señor, cuando todas las familias residentes fueron evacuadas, y se desmantela­ron las instalaciones de investigación científica y un enorme silencio cayó una vez más sobre las desoladas planicies arcillosas... Ella debía ser preservada a toda costa, dijo el Señor. Su pequeña vida de tres años le era más preciosa, afirmó (y a mí podía confesármelo sin reticencias), que cualquier principio sobre gloria, honor o patriotismo. De manera que se valió de los privilegios de su alto cargo para reservar, en secreto, un depósito de comestibles cuya destrucción debió supervisar. Sólo yo sabría, desde entonces, cómo acceder a él.
—Si no hubiese sido por ti, Julio —me decía a veces la Nena—, ¿cómo habría yo sobrevivido aquí? ¡Y todo lo que haces para alegrarme, además!...
—Y el próximo año —le respondía yo—, quizás logre por fin ofrecer­le flores de verdad, vivas... Estoy probando un nuevo fertilizante.
Durante cuarenta y cinco días de cada mes (cuando quedaba liberado de mis funciones habituales de mantenimiento), trabajaba en lo de las flores. Llegué a contabilizar 27.340 ensayos distintos, utilizando diferentes agentes químicos y térmicos, invariablemente sin éxito. Todos los años, por otra parte, inhumaba mis esporas sintéticas, siempre en base a fórmulas diversas, esperando que algo llegara a crecer en las zonas i­rrigadas por los equipos destiladores. Pero nada positivo había conse­guido.
—¡Cómo te esfuerzas!... —sonrió la Nena, en aquella Primavera final—. Pero apostaría a que no es solamente por mí que lo haces... ¡Me parece que a ti también te gustaría ver flores de verdad!
—Cabe en lo posible —contesté, con mi imbuida diplomacia.
—¡Lo que sucede es que eres todo un poeta, Julito mío! ¡A ver, rápido! —y levantó de súbito un índice juguetón, para añadir, en fingido to­no imperioso—: ¡Te doy un minuto para que me hagas un versito sobre la primavera!
Sólo necesité treinta y tres segundos, dos décimas. No tenía más que bucear en mi memoria y entresacar de viejas estrofas que sabía del gusto de ella —la Nena padecía de marcada proclividad hacia lo anticuado—, para terminar elaborando algo por este estilo:
Serán tiempos más dulces, mejores...
Gozaremos de tibias y plácidas brisas,
de aromas fragantes y alegres sonrisas,
cuando crezcan de nuevo las flores.
A ella le encantaban estos poemas, o “versitos”, como incorrectamente los denomi­naba... Era durante la época primaveral (ficticia o no) que se endulzaba su vida. Yo hacía lo posible por prolongársela; por eso, a veces, como había ocurrido 700 días atrás, adelantaba un poco la Primavera. Pero, desde luego, aquello no podía continuar indefinidamente.
Noventa y ocho años marcianos, de 687 días cada uno, son demasia­dos para cualquier ser humano. La Nena murió poco después de aquella Primavera extemporánea; de acuerdo a su expresa voluntad, no la cremé.
Pero, tras el rito final, sólo un vacío... No tenía nada programa­do para después. ¿Mantener en funcionamiento las instalaciones? ¿Continuar sintetizando energía? ¿Con qué objeto? ¿Para qué servía ahora la Burbuja?
Cuando al fin las descubrí, llegada la primavera real a que hacía referencia al principio, salí al exterior para verlas de cerca. Mis pasos marcaban hondas huellas sobre la greda rojiza de Syria Planum; pero las ráfagas reiteradas de una tempestad las deformaban de inmediato.
Me arrodillé junto al montículo bajo el cual descansaba el cuerpo de la Nena. La sombra del Olympus Mons, cuya cima alcanzaba 23 kilómetros de altura, caía sobre él, pero no lograba apagar los colores de la guirnalda viva que lo adornaba.
—Son flores —constaté—. Han crecido al fin.
Con gran delicadeza, mis dedos de acero inoxidable arrancaron una. Tenía el color correcto; también despedía un leve aroma, que mis sensores captaron de inmediato. Decidí que eran perfectas. Su nombre era: nomeolvides. Por fin... Debió haberlo causado el ingrediente faltante, ese que jamás había logrado sintetizar en el laboratorio.
La carne y sangre de ella lo habían proporcionado.
Me puse de pie, sin que se escapase siquiera un rumor de mis articulaciones, perfectamente lubricadas. Soy un JUL-10, y puedo seguir activo durante milenios todavía. pues soy capaz de reabastecerme y de arreglar cualquier parte que se descomponga en mí. Puedo cumplir con mi tarea.
Y ya tengo una: cuidar las flores, para que se propaguen. Algún día, todo Marte estará alfombrado de ellas.
Y será como si la Nena siguiese sonriendo.

2 commenti:

  1. Un cordiale saluto e benvenuto a Carlos. Sono felicissimo di poterlo annoverare tra gli scrittori di Pegasus.

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  2. Mi sento onorato. ¡Grazie tante, amico Paolo!

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