El día antes del cumpleaños, la casa estaba llena
de gorros de cartulina y olía a gelatina de colores. Rellené la piñata de
muñequitos de latón, sapitos bullangueros y caramelos. Inflar los globos me dejó sin respiración,
por lo que conseguí un balón de gas helio para hacerlo rápidamente.
En medio del verano mi hija mayor ha cumplido cinco años y el Club del
Carbón y del Hollín nos prestó su jardín para hacer allí la fiesta de
cumpleaños. Mis hijas se veían como dos muñequitas con sus vestidos
almidonados, sus zapatos lustrados y cintas en el cabello pero, apenas llegamos, se ensuciaron de carbón y
metieron la nariz en la torta de chocolate picante.
Mientras les lavo la cara y las manos comienzan a llegar los
invitados. Siete enanos terribles
voltean sillas, jalan manteles, se cuelgan de los árboles y hay uno que otro
con un chichón en la cabeza. Soldaditos
de plomo con uniformes brillantes marchan por el sendero empedrado. Aturdida,
reparto los sombreros con gran éxito, hasta que los niños más grandes se los
quitan a los más pequeños.
– ¡No me gusta este que parece una corona con espinas! ¡Yo quiero el
rojo que tiene esa niña!
Al arrojar el sombrero de la discordia al suelo y saltarle encima con
los pies, en medio de los alaridos estridentes de la niña, se escucha la voz
del invitado destructor:
– No importa, ya no quiero el sombrero rojo porque está roto.»
Ofuscada con la tarea de deshacer entuertos y limpiar mocos ajenos,
lleno algunos globos gigantes con gas helio y los amarro a la rama de un árbol,
mientras una fila de soldaditos de plomo marchan al compás por el sendero de
piedra.
En esa tarde llena de sol, el jardín con sus árboles frondosos ampara
la algarabía de los torbellinos. Los llamo a tomar el refresco y todos corren
como diablillos a escoger el trozo de torta más grande sobre el plato más
grande a pesar de que yo los veo todos del mismo tamaño. No falta alguien que se lamenta:
– A mí los sorbetes con flores de manzanilla no me gustan y las galletas
de pétalos de rosa me hacen daño...
Veo asomar el hocico del lobo feroz detrás de un árbol, pero cuando
pestañeo, ya ha desaparecido. Los trencitos bajo las campanillas se deslizan
por los rieles en miniatura, chocan entre ellos, se desparraman en el
jardín. Juguetes van, juguetes vienen y
desaparecen.
Mientras cantan cumpleaños feliz, mi hija mayor sopla sus cinco
velitas, emocionada. La menor no canta,
ocupada como está en comer sola sin cuchara y con las manos, llenándose el
vestido, el cabello y las orejas de gelatina de frambuesa y betarraga.
Algunos de los más traviesos desamarran los globos inflados con
helio. Veo que empiezan a flotar en el
aire con la brisa de la tarde que los aleja sobre los árboles y techos de las
casas. Los contemplo asombrada. No sé si sentir alivio o espanto pues el
estupor me ha paralizado los sentimientos.
Sólo atino a hacerles adiós con la mano porque veo lo alegres que van
donde los lleva el viento. Me acaricio
el vientre donde palpita otra vida.
Todavía sigue allí y no se ha ido volando.
Todos corren felices y alborozados mientras me crecen cinco manos para
poder repartir los globos, frenéticamente. Los trozos de torta terminan regados
por el jardín y el regocijo infantil forma un diseño variopinto cuando los
niños empiezan a levitar colgados de las esferas de colores. Cierro los ojos.
Quisiera ser la bella durmiente y despertar después de la fiesta. Veo a dos
traviesos que se balancean sobre las ramas de los árboles con sendas espinas de
cacto reventando los globos de los más pequeños que caen al suelo.
Apenas me acerco a levantarlos, angustiada, los terribles revienta -
globos declaran con satisfacción:
– ¡Cómo nos estamos divirtiendo!
Les entrego otros globos de formas diferentes y, como estaba previsto
de antemano, al poco rato ellos también
vuelan por el aire y se alejan de la fiesta colgados de sus globos
gigantes, gritando contentos...
Luego, veo que algunos se avientan por el techo, dentro de las
chimeneas del Club de la Mina y me aterro.
¿Y si se quedan atrapados? ¿Y si se caen y se hacen daño? ¿Y si no salen
por el otro lado? ¿Y si se queman?
Pero al ver que aparecen por la puerta del jardín, llenos de hollín y
de carbón, noto que están sucios pero están enteros. Suspiro aliviada con el corazón que late
furiosamente, y los reúno para romper la piñata llena de sorpresas, caramelos
de garabato y muñequitos. Cuando los más pequeños recogen sus pitos y sapitos
bullangueros, escapan por el jardín felices de poder hacer ruido.
– ¡Yo no quiero esta sorpresa!
¡No me gusta!
¿Quizás hubiera sido mejor llenar la piñata de manzanas?
Enseguida, los soldaditos ganan la batalla y marchan entre los
guijarros tocando su tambor de hojalata; los sapitos saltarines se pierden
entre la hojarasca y las maripositas de latón se deslizan leves entre las
flores mientras los pequeñines corretean detrás.
Reparto globos con helio, ensimismada por el ruido ensordecedor y los
niños siguen desapareciendo en el aire hasta que casi no se ve a ninguno
jugando en el jardín.
Quedo demudada a ratos por las caídas, la agitación, los chillidos de
susto y los sobresaltos, pero respiro profundamente y me convenzo de que no
debo inquietarme. La tarde se envuelve en una vaga penumbra y comienzan a
disminuir los últimos invitados llenos de hollín y gelatina. Sus madres los buscan desesperadas con los
ojos levantados, arriba, entre árboles y techos.
– ¿Cuánto le ha costado la fiesta, con esos globos mágicos y esa torta
tan grande?
– ¡Paciencia, señora mía, me ha costado mucha paciencia!
Se apagan los últimos clamores de la batalla campal en miniatura.
Algunos padres persiguen a sus hijos por las calles para llevarlos a casa pero
ellos prefieren seguir columpiándose en el aire, colgados de los globos, hasta
que finalmente aterrizan en los techos y chimeneas de sus hogares.
Regreso jadeando, arrastrándome y abrazando a mis hijitas que duermen
con una sonrisa en los labios. ¡Un día se irán por el mundo colgadas de sus
globos de colores!
Cierro los ojos y siento con inquietud que me patea la bebé que aún no
ha nacido. ¡Debo pensar que ella también cumplirá cinco años algún día! Me
estremezco, con ese miedo ineludible que acompaña la libertad de procrear.
Milagro de la vida.
Después de una tarde agotadora, escucho en medio del silencio los latidos
de otro ser flotando en mi interior.
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