Acerca de lo que le sucedió
al hermano menor luego de la primera experiencia con su
hermano, dos años mayor, y de cómo a modo de carta él le declama sus profundis
sentimientos.
Qué me haces que siento que me muero. A
mis nueve tú tenías once, eras de los hermanos, el mayor. Qué me haces que
siento que me muero, me agoto, y ya no puedo levantarme y la luz de la mañana
me pone tan triste. Qué me hacías cuando éramos tan niños. Por qué me duele la
idea que me sitúa como presa única de tus movimientos. Por qué me besas. Por
qué lo haces con tanta insistencia. Por qué me tocas. Me chupas tanto, que casi
me gusta cuándo lo haces y la costumbre me obliga a soñarte. Te sueño en
pesadillas con los ojos brillantes repasando cada movimiento que me vulgariza
con hostilidad. Ahora, que he crecido, entiendo lo que hacías. Puedo ver cómo
fuiste poniéndome todo esto en la cabeza. Aun así, te atreves a negarnos.
Niegas el placer del primer día, y yo sin poder entender cómo podrías no
privilegiar entre tus recuerdos el momento exacto de aquel día, en que tú y yo,
desnudos frente al espejo nos iniciábamos bajo la fuerza de extrañas imágenes.
Ese primer día, tú y yo nacíamos a la vida, anticipando sueños que dibujarían
cómo iría dándose todo entre nosotros. Muy pronto, descubrí que lo que hacíamos
te avergonzaba y de pudores me sentía triste y tan perdido. Sin poder entender
cómo, después de haberme iniciado, anteponías semejante distanzia.
Te avergüenzo? Te
avergüenzan estos sueños míos, aun cuándo por las noches sigo el movimiento de
tus labios que chupan sin tregua, y exhausto trato de apaciguar el dolor y que
se calme mi durezza de ahí abajo.
Solo tú me importas. Digo.
Y te abalanzas y me
atrapas y en silencio me sometes sin saber cómo avanzar tus labios que huidizos
niegan el deseo que arde en mi boca. Mis labios chupan. Puedo verte destruido
resbalar adentro de mi boca y me gritas que siga, que lo haga más rápido y yo,
sin poder contener la respiración agitada. ¡Hazlo! ¡Chúpame despacio! Dices.
¡Sin vergüenza! Gritas. Nos ponemos ardientes y me golpeas sobre los muslos,
sobre las nalgas hasta que el deseo nos estalla.
En el acecho de las
pupilas dilatadas del que escapa, confundidos nuestros cuerpos crecen. Y
también la risa cuándo empieza a gustarme cómo lo haces encima mío cuando nos
hacemos uno, bajo promesa de pacto secreto.
Quieto. Me quedo
quieto esperando la proximidad de otro de tus estallidos. Y tú vuelves sobre mí
otra vez. Una y otra vez, cuando los demás no están y yo tengo tanto miedo de
la reiterada insistencia con que me mojas. Dependo, ambos dependemos de tu
astucia. Y me dices, qué tiene de malo. Que con una vez no pasa nada. Nada,
juras. Y finjo que no me gusta porque tu poder es evidente.
Por las noches sueño
contigo y me mojo con el recuerdo de tu mirada sobre mí hostil. Acércate, me
dices. Sé que puedes hacerlo mejor. ¡Hazlo! Sin tener idea de cuánto me gusta
cómo lo haces. Si no te va a doler. Susurras y sobre mí jadeas y entre quejidos
te mueves hasta dejarme repleto. ¿Así? ¿Te gusta? Dices, cuando
a golpes me sometes. ¿Ves cómo eres maricón? Gritas y me sofocas tanto, que
ya no cabe adentro de mi boca, toda la fuerza de tu insistencia. ¡Mariquita!
Gritas. Más fuerte. ¡Hazlo! Y mi boca, exhausta de aplacar tu necesidad, no se detiene y no puedo pensar, no puedo
respirar y me siento perdido, sabiendo que no conseguiré volver en mí hasta
verte caer de rodillas.
Dos niños fugando. Éramos dos niños que aún hoy
juegan.
En el espacio
sofocante de la infancia habita también la rotunda presencia de Madre. Pero
Madre no hará otra cosa que desaparecer en los recuerdos de cuándo no
peleábamos, de cuándo nunca lo hacíamos, con tal de verla sonreír. Entonces,
una vez más el apuro y la urgencia cuando Madre no está y a hurtadillas
aprovechamos el tiempo de todas sus salidas. Y los empleados ni se enteran de
lo que hacemos cuando Madre sale de la casa. Galopes de pies descalzos
corretean por los pasillos. Oídos sordos, cúando me alcanzas.
¡Dime si no es rico! Gimes. ¡Rico! Gritas.
Y me bajas los pantalones y te refriegas encima mío y me besas en la boca. El
ardor cede. Aprendo a disfrutarlo. Cuándo sobre mí resbalas y sobre mí jadeas
y me jalas el pelo. Si no te va a doler. Dices y hasta te atreves a prometerlo,
mientras me arrastro y suplico, abrumado por
tus exigencias. Me gusta. Grito. Me gusta mucho. Pero por dentro tiemblo
por una de tus nuevas ocurrencias.
Por las noches me
aprieto contra la almohada y lloro después de haber sido el perfume de tus
labios salivados. Cómo odio la necesidad de este secreto que te apega más a mí.
Eres el hermano mayor y también el de los inventos. Me enciendo con la
precariedad de este silenzio pero ya no tengo miedo.
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(Fragmento
del texto Objetos del silencio, secretos
de infancia. 2007, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile).
http://issuu.com/eugeniapradobassi/docs/eugeniapradobassi_escritora
Un hermoso e intenso relato de la escritora chilena Prado Bassi
RispondiEliminaQuerida Adriana, en algún minuto me decías que algunos textos que recibían luego los traducían al italiano, no sabes cómo me haría feliz tener este texto en los orígenes de mi madre, italiana, como tercera generación, nono italiano me haría bien recibir esa lengua, un abrazo grande
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