Les presentamos el tercer número de PEGASUS INTERNACIONAL EN ESPAÑOL, que
forma parte de blog italiano de Paolo Secondini
Desde que se publicaron los
primeros números, han seguido llegando cuentos a la redacción de la revista en
español, como un sendero virtual de magia, fantasía e inventiva. Agradezco el
entusiasmo de todos los amigos. Los cuentos se publicarán poco a poco.
Los autores no pierden sus derechos de autor y permiten que
sus relatos se traduzcan a otros idiomas para los números subsiguientes de
Pegasus Internacional. Para que este
proyecto siga creciendo, ruego a los escritores de lengua española interesados
que envíen sus colaboraciones a la
responsable de la edición en español de Pegasus Internacional, Adriana Alarco
K en La Mancha
K, Don Quijote
y Sancho Panza frente a los molinos de viento.
Don Quijote:
—¡Ataque!
K: —¿Yo?
Don Quijote:
—¿No vino aquí a desfacer agravios?
K: —Vine a La
Mancha porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Hermann Kafka.
Sancho: —Ése caballero vive más al norte, señor
K, donde hay ríos llenos de truchas y bosques encantados.
Don Quijote: —Vamos a buscarlo y nos olvidamos de
estos gigantes de brazos largos.
K: —Pero, yo vengo del norte y él no está
allí.
Sancho: —Seguramente es otro norte el que usted
buscó.
Don Quijote: —Tiene razón el escudero: hay muchos
nortes. ¡Andando!
K: —Yo tengo una brújula y el norte es
siempre el mismo. Mire.
Don Quijote y
Sancho: —¡Válgame Dios!
Don Quijote: —Usted es nigromante, K, y no nos había
dicho nada.
K: —Soy escritor igual que su amo.
Sancho: —Mi amo no tiene amo, ¿o sí?
Don Quijote: —El único escritor soy yo, ¿acaso sois
ciegos?
K: —Usted es un personaje creado por Don Miguel
de Cervantes Saavedra.
Don Quijote: —Ha perdido el norte irremediablemente,
K. Deme el aparato y finiquitamos el asunto. Usted se va por aquí y nosotros,
por allá. ¿Le parece?
K entrega la
brújula a Don Quijote.
K: —Ya no la necesito. Llegué al territorio
de mis sueños y no me di cuenta. Ahora, debo ir al sur.
Sancho: —Si desea podemos acompañarlo, ¿no es
cierto, mi señor?
Don Quijote: —Con la condición de que me llame
“escritor” y no “personaje”.
Sancho: —Y que cuando diga “¡Ataque!”, usted
ataca sin más ni más.
K: —Muy bien, señores, haré lo que
piden. Dicen que en el sur hay volcanes
activos y unos seres barbados que escriben historias mínimas que me encantaría
leer. Ahí puede estar mi padre.
A Juan Armando Epple y Pedro Guillermo Jara
K en el espejo
Gregorio: —Buenas noches, K.
K: —…
G: —¿Estás
ocupado?
K: —Un poco,
sí.
G: —Entonces, lo
dejamos para otro momento.
K: —No, no… es que no puedo dar con el final.
G: —Ah, el
cuento que escribías anteayer.
K: —Exacto. Iba
todo tan bien, la historia fluía como el agua, pero no he sabido rematarla.
G: —Fácil.
Efecto dominó. Es la única forma. Vamos, atrévete a clavarle las banderillas al
toro.
K: —No quiero
irme por ese camino. Sería trivializar la historia; el final debe ser abierto.
G: —Los cobardes
usan finales abiertos.
K: —Bueno,
dejémoslo hasta aquí. Veo que estás de mal genio.
G: —No ves nada,
ése es el problema. Te ciega tu propia imagen reflejada en el agua.
K: —¿Narciso yo?
Ja…
G: —Todo
escritor es narciso. No he dicho nada fuera de lo común. Lo que tienes que
hacer es entregarte a tu personaje, ser
él, ¿se entiende?; es decir, ingresar en la ficción sin ningún temor.
K: —Es lo que yo
hago.
G: —Temo que voy
a contradecirte, K. Tus historias son autobiográficas.
K: —¿Y las
tuyas?
G: —Sé salirme
del mundo; en cambio, tú no tienes ese don. Tus textos son crípticos, los
escribes para ti mismo. Toda tu escritura es un maldito diario de vida. Salirse
del mundo significa que los demás puedan conmoverse con tu literatura, con tu
fábrica de ilusiones.
K: —He leído muchísimo más que tú, insecto
execrable.
G: —Y no
asimilaste nada. Si hubieras entendido, tu escritura sería de todos. ¿O es que
hay una diferencia entre leer y escribir?
K: —¡Por
supuesto!
G: —¿Ves? Eres
más tonto que un zapato. Nunca, entiéndeme, nunca vas a llegar a ningún sitio.
K: —Estás loco.
Cuando se te pase tu enésimo cruce de cables, avísame.
G: —No puedes hacer finales. No te da el seso,
pequeño farsante.
K: —Imbécil, vas
a ver…
G: —Imbécil, tú.
Y no me amenaces, mentiroso de mierda. Siempre lo supe, ¿o crees que nací ayer?
K rompe el
espejo.
K en la grieta
K
conversa con Gregorio en el despacho. Este espacio será circular; un
escritorio, papeles, una lámpara, un sillón verde, una maleta, una ventana sin
cortinas. La luz deberá ser muy tenue. Se oirá el canto de los grillos.
K: — Se hace
tarde, debes partir.
G: —No quiero
irme, K; si lo hago, desapareceré.
K: —Ya te
pedí perdón, sólo tienes que salir por esa grieta.
G: — ¿Tú crees
que pidiendo perdón solucionas todo? ¡Mírate! No eres más que una mentira. A
fuerza de costumbre soy más real que tú: vivo tu vida con la experticia de los
monstruos, respiro tus sueños y lo que mejor sé hacer es…es…
K: — ¡Basta! ¡No
permito que me hables así!
G: — Y lo mejor
que sé hacer es hablar, K, sí, hablar.
K: — Lo tuyo es
sonido aberrante, chirrido, balbuceo incomprensible. Tú crees que hablas un
lenguaje pleno, pero no haces más escupir la realidad.
G: — Tus huesos
sonarán como cascabeles en una Europa que nunca será tuya *, K.
K: — Morir es lo
de menos, estimado. Y Europa ya está destruida.
G: —Vamos, no te
pongas melodramático; recuerda que no soy tu antagonista.
K: — Eres lo
peor de mí. Ah, si era cosa de no escribirte, de no moldearte en mi fisura
delirante.
G: — Pero lo
hiciste; asúmelo y revierte la situación.
K: — ¡¿Cómo?!
G: — El que debe
partir eres tú. Ahí está tu maleta. He colocado tu camisa favorita y tu traje.
K: — ¿El azul
marino con botones dorados?
G: — Sí.
K: — ¿Y adónde
me dirigiré?
G: — Eso yo no
lo sé.
K tomará
la maleta y se sentará en el sillón. El escenario comenzará a girar. El sonido
de los grillos irá decreciendo; se escucharán gritos, disparos, bombas,
aviones, sirenas. Gregorio se acercará a K y le dará un beso en la frente. K se
abrazará a sus piernas. Lento apagón.
* Frase de Sergio Astorga en una carta.
*Lilian Elphick (Santiago de
Chile)
Ha publicado: Relatos: La última canción de Maggie
Alcázar (1990) y El otro afuera (2002). Microrrelatos: Ojo Travieso (2007);
Bellas de sangre contraria (2009); Diálogo de tigres (2011); Confesiones de una
chica de rojo (2013) y K (2014).
Juan Ignacio Aluz, Adriana Alarco de Zadra y Patricio
G. Bazán
A Segundo se lo
llevaron preso
Uno no puede comprender la
idea real de una identidad explotada, completamente destrozada, hasta no tener
delante de sí a Segundo Acosta. La sensación de estar frente a un ser así, tan
despojado de lo que uno guarda para sí: la reexaminación de pensamientos, de
las imágenes que se cruzan en la cabeza; eran apenas ideas abstractas e
insignificantes, en comparación con los relatos que Segundo venía confesando
desde las 3 de la tarde, después de haber sido detenido. Sólo así se hace uno
la figuración de un demente.
— ¡Segundo de nadie! Soy
el Primer Caballero de los Arenales del Rey en estas costas del Nuevo Mundo,
con poder para hacer y deshacer enredos, trampas y entuertos —repetía.
—Según mi parecer, Doctor
Sabilongo, este paciente sufre de alucinaciones quijotescas. Estoy a cargo de
la Cárcel desde hace demasiado tiempo y reconozco a un loco de remate.
— ¿Y si en verdad es un
Caballero nombrado por la Corona? Acabaríamos nosotros en la cárcel si lo
encerramos. Propongo, querido Director, que por ahora le llevemos la corriente,
que pueda expresar su desvarío.
—Legalmente, podemos
detenerlo 24 horas por averiguación de antecedentes, doctor.
— ¡Exacto! Dejémosle que
nos convenza, y luego veremos si es quien dice, o solo es un mitómano.
Don Segundo Acosta narró
con lujo de detalles sus planes de aventuras ante un auditorio inicialmente
escéptico. Le llevó toda la noche. Al
otro día, todos partieron alegremente en busca de El Dorado.
Juan Ignacio Aluz: (Argentina, 14 de Junio de 1976).
Semblanza:
Capitanear un barco a tres cabezas, es una aventura mejor a una brújula fuera
de su zona, donde no existe ese poder magnético. Pensar fuera de la caja es una
libertad increíble; tener los movimientos limitados por los caracteres, por la
continuidad de lo escrito por otro que no es uno, es al menos, es un desafío.
Producir un eslabón reflejo en la mente del otro, para de ahí en adelante,
correr sin tregua ni límite alguno, una carrera de posta, según el puesto que
nos toca.
Adriana
Alarco de Zadra – www.adrianaz.it
Patricio G. Bazán (Argentina, 1965). Escritor e ilustrador.
Autor de obras de ficción inéditas, entre las que se incluyen
"Panoplia" (cuentos), la novela "El Tapado y el León", y
varias obras de teatro. Participó en las antologías "Grageas 3"
(2014) y "Cien Páginas de Amor" (2015).
Dauno Tótoro – México
Fin de Jornada
Fin de Jornada
Hay
una ciudad triste sobre la que la noche ha caído hace mucho y el amanecer tarda
en anunciarse.
Hay
un tranvía vetusto que trepa las empinadas calles sin veredas.
Hay
una mujer sentada al fondo del tranvía, sosteniendo un pequeño espejo ante su
rostro mientras se quita lentamente el maquillaje con un pañuelo. Hay miradas
de pasajeros que la observan de reojo con reproche. Hay una lágrima que se
encharca en el colorete desvanecido. El traqueteo se detiene con un chispazo de
máquina descompuesta. Hay desazón resignada en quienes deben continuar a pie la
escalada por los cerros adormecidos y doloridos.
Hay
un callejón oscuro, de esos a los que todos los edificios les dan la espalda,
donde se acumulan bolsas de basura y las cajas de cartón forman montañas
desordenadas por las que trepan ratas. Hay graffiti en las paredes mohosas,
algunos más bien obscenos. No se camina por placer en esa calleja podrida. Hay
una mujer en el callejón oscuro. Sus tacones delgados marcan un seco compás que
rebota en los muros mojados de las espaldas de los edificios. El resto es
silencio.
Hay
un hombre fumando agazapado entre las cajas de cartón y las bolsas de basura.
Apaga el cigarro pisando la colilla contra el suelo. Hay una navaja en la mano
del hombre. No es aconsejable la situación de la dama, piensa él, pero quién
soy yo para dar consejos.
Ella
camina sin prisa, como si el callejón oscuro no fuera un riesgoso atajo. Él
espera que la mujer pase frente a su escondrijo y luego sale de entre las cajas
amontonadas, sigiloso. Todavía empuña la navaja. El antebrazo de él en torno al
cuello de ella. No hay gritos y quedan frente a frente. Él, con sus malas intenciones. Ella, con su mala suerte. Hay
una lágrima en la mejilla de la dama. Él entiende que la trae puesta desde
antes de entrar al callejón.
Hay
un brazo que suelta un cuello, unas miradas que se cruzan. Hay un hombre armado
de navaja y viles instintos que se pierde en las pupilas de una mujer sola que
sufre penas que él reconoce.
Hay
una mano que dobla la hoja de la navaja y la guarda en un bolsillo. Aparece un
paquete de cigarrillos, ella toma uno que él ofrece. Hay un fogonazo de fósforo
encendido, dos brasas rojas en la noche, miradas que se miran. Historias en
silencio. Hay un beso sin sentido, un escalofrío que recorre dos espaldas. Hay pasos
que se pierden en la noche y desaparecen.
Hay
un callejón oscuro y vacío, una colilla pisoteada en el suelo.
Hay
unos gastados escalones y dos cuerpos que se estrechan en un descanso,
buscándose. Hay dedos entrelazados.
Hay
una puerta que se abre con un chirrido mohoso y un interruptor que enciende la
luz mortecina en el interior de un departamento.
Voy
a ver al niño, susurra la mujer, mientras él se quita los zapatos.
Hay
un hombre que se recuesta sobre un sillón de tapiz raído. Hay cierto sentido en
tanto silencio.
Afuera,
hay un callejón vacío.
Jugando
a las Muñecas
Cuando
quien pudo haberse llamado Manuel escuchó los berridos de su madre y la vio
frotarse las piernas con nieve y hojas mojadas, supo que le esperaba una vida
breve. Intentó arrastrarse de regreso por el reguero que brotaba entre los
muslos de ella; odió su repugnante indefensión. "Si hubieras nacido cuando
vivíamos en la fascinación por la tormenta y no en el temor al capataz de la
salmonera, habrías sido un niño con risa, pecho y manta", alcanzó a decir
ella antes de ponerse de pie, recoger su muñeca de trapo, ajustarse el uniforme
del liceo y lanzar al crío a las aguas del canal. Rebotó entre las piedras, se
arañó contra los maderos y las olas lo arrojaron, como un desperdicio más,
entre las tripas de pescado y la espuma sanguinolenta sobre las playas del
Golfo del Corcovado.
Dauno Tótoro Taulis (1963), ha residido en México,
Italia, Canadá, Argentina y Trinidad y Tobago, siendo Chile siempre su punto de
partida y de retorno. De estas experiencias surgen los paisajes y personajes
que pueblan su obra. Autor de libros de crónica y ensayo; de cuentos y relatos
breves. Es además corresponsal de diversos medios de comunicación nacionales y
extranjeros, director de documentales y guionista de cine y televisión. Ha
recibido los premios "Revista de Libros de El Mercurio",
"Antonio Pigaffeta de la Sociedad de Escritores de Chile sección
Magallanes" y "Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí de
Cuba".
Alfio
Alfio tenía ocho años y era diferente
de todos los otros niños de su edad. En la escuela no era particularmente
brillante pero tampoco estaba retrasado.
Parecía vivir en un mundo particular donde los otros, fueran ellos sus
compañeros, sus padres o su maestra, tenían un rol limitado y marginal.
Cuando
no estaba en la escuela se sentaba sobre el muro delante de su casa a soñar, o
así creían quienes lo veían, con los ojos ausentes y fijos en una realidad que
no era la que lo rodeaba. A veces miraba los dibujos animados en la televisión
y entonces reía y se divertía como cualquier niño de su edad.
Tenía,
también, una gran habilidad manual.
Cuando Gennaro, su padre que arreglaba de todo en el lejano pueblito del
sur donde vivían, tenía un problema insoluble lo llamaba:
-
¡Alfio!
Entonces,
Alfio llegaba corriendo, cogía el objeto para reparar entre sus manos, ya sea
una cafetera o el motor de la moledora y en poco tiempo volvía a funcionar.
Quizás
se trataba de la tubería del agua que no funcionaba y Alfio no entendía nada de
cantidades de portada, velocidad de curso, presión de agua y otros términos
difíciles que ni siquiera sabía que existían. Sin embargo, cuando acompañaba a
su padre a reparar una tubería defectuosa o cuando la arreglaba con sus manos,
se podía estar seguro que luego funcionaría a las mil maravillas.
-
Quisiera tener una persona así en la fábrica, - exclamó el comendador Paolella
el día que Alfio le arregló la tubería hidráulica de su casa de campo a la
perfección, aún después de los numerosos y vanos tentativos por parte de otros
gasfiteros expertos traídos de la ciudad y que nunca pudieron hacer funcionar
los juegos de agua del jardín.
Alfio
era un genio. Aún si era un genio desconocido.
Un día
su padre lo llamó mientras estaba en cuclillas sobre el muro pensando en las
musarañas como era su costumbre.
- Arregla esto, - le ordenó con brusquedad,
entregándole un aparato. - Tu madre la necesita. Era una aspiradora de modelo antiguo. Alfio ni siquiera la miró y contestó:
- Está
bien. – Luego se alejó.
Dos
horas después, Gennaro fue a buscarlo porque lo necesitaba.
- ¿Dónde
se habrá escondido ese holgazán? – renegó ya que no estaba por ningún
lado. Finalmente lo encontró en la sala
viendo los dibujos animados de la televisión.
Al costado tenía la aspiradora enchufada.
- ¡Así
es como trabajas! – lo resondró. Luego
vio la aspiradora y probó a encender y apagar el botón pero nada. El motor no prendía. - ¡Y
ni siquiera lo has arreglado! ¡Eres un flojo que no sirve para nada! ¡Si no te presiono, no haces nada! – Tomó al
hijo por una oreja y se lo llevó. Tenía
que arreglar una plancha y no entendía cómo hacerlo. Ni siquiera se recordó de desenchufar la
aspiradora.
| En el
laboratorio puso la plancha en manos de su hijo y se puso a limpiar su mesa de
trabajo. Quince minutos después, Alfio
se le acercó y le puso la plancha sobre la mesa.
- ¿Ya me puedo ir?
Gennaro
enchufó la plancha y controló que funcionase.
Rezongando contestó:
- Si te
necesito te llamo. Ahora regresa a
reparar la aspiradora.
Al
percatarse de que Alfio no volvía donde él, fue a buscarlo y lo encontró
delante del televisor. La aspiradora
estaba muda.
-
¡Traidor, come echado! – le gritó exasperado.
- ¿Se puede saber qué te pasa?
¿No ves que todavía el aparato no funciona?
Alfio se
levantó asustado viendo que avanzaba con el brazo levantado para darle una
bofetada y escapó mientras su madre entraba por la puerta.
- ¿Qué
pasa, Gennaro? – preguntó la mujer, sorprendida. - ¿No te has dado cuenta del
magnífico trabajo que ha hecho tu hijo?
- ¿Y tú tienes el valor de defenderlo? – regañó
su marido. – Se pone a mirar la
televisión en vez de arreglar tu aspiradora.
- Pero
la ha arreglado muy bien, - contestó la mujer.
- Ahora funciona en forma diferente. Basta enchufarla y el polvo del cuarto
desaparece. Y ni siquiera se escucha el
motor.
- ¿Estás bromeando? – preguntó sospechoso su
marido.
-
Absolutamente, no, - contestó la mujer pasando un dedo sobre los muebles y
retirándolo limpio. - No hay una mota de polvo en ninguna
parte. Funciona mejor que antes.
Era
verdad. Hasta el aire parecía más puro
como si estuviese filtrado. Sin sentirse
satisfecho del todo, Gennaro decidió hacer una prueba. Cogió arena con la lampa y la llevó a la
sala. Apenas atravesó la puerta, la
arena desapareció.
-
Nuestro hijo es un genio, - afirmó la mujer. – Yo siempre te lo dije aún si
repetías que era un holgazán.
Lo
primero que le vino en mente a Gennaro era averiguar adónde iba el polvo y la
arena a través de la aspiradora. ¿Se
desintegraba? ¿Se transportaba quizás adónde y quizás cómo o en virtud de cuál
principio tan difícil de entender? Luego
pensó a las implicaciones económicas de este nuevo tipo de aspiradora y le vino
la fiebre. Subió a su motocicleta y
corrió al pueblo donde el comendador Paolella.
Él era el hombre que podía ayudarlo con sus conocidos en los círculos de
la producción y del comercio.
El
comendador estaba descansando en el jardín y el cuento de Gennaro no le pareció
tan increíble. Después de todo conocía
las habilidades de Alfio. Simplemente
dijo:
-
¡Vamos! – y montó detrás de Gennaro en la moto para ir a observar personalmente
tamaña invención.
Gennaro
corrió como alma que lleva el diablo.
Delante de sus ojos aparecían cifras con tantos ceros que ni siquiera
podía contarlos. Cuando se detuvo
delante de su casa vio a Alfio desde la ventana del laboratorio. Entró corriendo seguido por el comendador y lo
vieron agachado sobre la aspiradora.
- ¿Qué
haces? – gritó. - ¡Deja ese aparato!
El hijo
volteó a mirarlo y en sus ojos brillaba
la satisfacción.
- Ahora
sí funciona como tú querías, papá, - le comunicó. – Observa. Apretó el botón del encendido, el
bolso se infló y se escuchó el rumor del aparato que aspiraba.
- ¡Desgraciado, qué has hecho! - exclamó Gennaro, fuera de sí. - ¡Vuelve a dejarlo como estaba antes,
inmediatamente!
Pero
Alfio negó con la cabeza.
- No,
papá, tú tenías razón. Así es como debe
funcionar la aspiradora.
Y nunca
más, ni ese día ni después pudo convencerlo.
Porque, además de todo el resto, Alfio fue siempre un muchacho de
principios.
Antonio Bellomi (Garbagnate Milanese 1945), trabaja en
el campo editorial desde hace más de cuarenta años. Ha sacado a la luz cuentos policiales, de
ciencia ficción, de horror y cartones.
Escribe para muchos géneros de literatura popular. Numerosos cuentos suyos se han traducido en
Estados Unidos, Hungría, Francia, Alemania, Bulgaria, China, Finlandia,
Noruega, Suecia, Brasil, Croazia, Argentina, Holanda y Grecia. Su novela más conocida: “L’Impero dei Mizar”
(Solfanelli 1981; Mondadori 1996) ha sido considerado como uno de las mejores
obras italianas del espacio, “space opera”.
Adriana Alarco – Peppe Murro
Pesadilla
Una
noche entré en el cuadro de mis pesadillas.
Se veía terrorífico con su iglesia sobre el monte bajo un cielo
tempestuoso. Las ventanas me observaban
desde lo más profundo de su oscuridad. Mientras subía las escaleras del Museo,
la visión me confundía. ¿Estoy viéndolo
desde afuera o desde adentro?
Van Gogh se revolcaría de risa en su tumba si me viera
con la duda, sin dar un paso más hacia el paisaje alucinante. ¿Soy yo la mujer
que avanza por el sendero amarillo o soy la Muerte?
No puedo
hoy soportar tanta emoción y tanta angustia.
Entonces, para detener el pánico que atenaza mis entrañas, alzo la
guadaña y destruyo, al fin, mi pesadilla.
Trapos, trozos de tela y de carne,
sangre y pensamientos… la hoz que gira y todo… todo… Quedan solamente los cuervos y un prado
inmenso y amarillo de girasoles.
Los dos escritores que publican este
cuento compartido son asiduos en el blog de Pegasus.
Sergio Gaut vel Hartman – Argentina
Por el tiempo que sea
—Señor Samsa —dijo el escorpión de la agencia
matrimonial Brouci Švábi—: ¡le he
conseguido una novia!
—¡Maravilloso! —respondió el monstruoso escarabajo—.
¡Una doncella!
El escorpión se restregó las tenazas. —Me temo que no;
es viuda.
—No importa, solo lo dije por decir. Una viuda está
bien. Ya la imagino en el altar, blanca y radiante como un sol.
—Lamento tener que contradecirlo de nuevo, señor
Samsa. Es negra.
—Blanca, negra; da igual. No soy racista. —Samsa meneó
la cabeza—. Una escarabaja albina sería una rareza, ¿no?
—No es una escarabaja, señor Samsa. —El escorpión
empezó a sentirse nervioso—. ¿Quiere ver una foto de su prometida?
—¡Claro, por supuesto! —El escorpión deslizó varias
fotos de la candidata—. ¡Es bellísima! —exclamó Samsa—. Sé que seré feliz con
ella por mucho tiempo.
—Bueno, por el tiempo que sea —dijo el escorpión—.
Mientras sea intenso…
—Eso —dijo Samsa suspirando—. Mientras sea intenso…
Karma
—Señor Kafka —dijo el editor frunciendo el ceño y todo
lo demás que puede contraerse en un rostro—. Esto es una mierda. —Empujó el
manuscrito con tal violencia que el mismo cayó en el regazo del escritor. Casi
de inmediato, un escarabajo de triste mirada se movió entre las hojas, trepó
por el cinturón hasta la camisa y se detuvo en el hombro. Kafka se sintió
desolado. No podía sacar de su cabeza la idea de que Gregor Samsa, ese patético
empleado, tímido y melancólico, tendría que resignarse a su condición de ser
humano por lo que le quedaba de vida.
Peripatético
—¡Fascista!
—¿Le parece? —El extraterrestre se miró las manos de
siete dedos, palpó la hendidura pulsátil ubicada entre una protuberancia vítrea
frontal y la cresta que realzaba el sector gelatinoso del pico, segregó una
sustancia azul, viscosa y hedionda, y alzó unas varas enjoyadas que hasta
entonces habían estado ocultas por el glande tumoroso que coronaba su testa—.
Le ruego que me perdone, pero aunque yo puedo ser calificado de casi cualquier
cosa por un terrestre, el término “fascista” no me describe adecuadamente.
—Perdóneme usted —se disculpó el taxidermista—. Quise
decir fasista, o faseoso. Me perturban sus fases, arrítmicas, esporádicas e
imprevisibles.
—Ah, eso. Es cierto. No puedo evitar la apertura de
mis glándulas giroscópicas, por lo que las fases se precipitan y me dominan.
Tenga en cuenta que estoy en un mundo exótico.
—¿Nosotros somos exóticos?
—Son exóticos para mí. Le sigo explicando. Solo cuando
logro retener el flujo que vibra en este folículo caldoso que se aprecia junto
a la oquedad cristalina…
—¿Cuál, ese? —dijo el taxidermista señalando un ovoide
violeta, no rojo, no magenta…
—No, este —dijo el extraterrestre. Tocó el receptáculo
ventral con una púa ubicada en la punta de su extremidad superior derecha—.
¿Quiere tocarlo?
—¡No! Es repugnante.
—Antes me dijo fascista, ahora repugnante. Usted es un
pésimo anfitrión.
—Seré, y xenófobo también, si quiere. Pero ¿a quién,
humano o alienígena, se le ocurre sugerir que le toque el folículo caldoso de
la oquedad cristalina?
—Hice mal en venir —se lamentó el extraterrestre—.
Existirían mayores posibilidades de ser aceptado si yo pareciera un tomate.
—Hizo un gesto universal de desagrado, y desapareció.
El rápido Tokio Nagoya
—Ay, Floripondio, ¿cómo hizo para llegar tan
rápido?
—Es que la amo un montón, Tremebunda.
—Pero usted vive a treinta leguas de aquí y hemos
hablado por teléfono hace cinco minutos.
—Vine en el tren bala, ese que corre a seiscientos
kilómetros por hora.
—En Japón, Floripondio, en Japón.
—¡Por favor! ¿Acaso cree que eso puede ser un
obstáculo para que yo acuda a usted a toda velocidad, haciéndole caso a mi
pasión, que fluye como un torrente?
—Yo creo que usted es un farsante, que dice esas cosas
bonitas porque quiere dormir conmigo.
—Usted me ofende, Tremebunda. Yo jamás perdería el
tiempo durmiendo junto a una dama que ofrece pródiga sus encantos.
—Perdóneme. Me dejé llevar por el arrebato de mi
corazón desbocado. Debí haber tenido en cuenta que su amor es platónico.
—Ni platónico ni aristotélico. Cuando digo que no
dormiría la siesta a su lado porque su cuerpo me corta el sueño.
—¡Entonces su interés en mí es puramente carnal!
—¡En absoluto! Nosotros, los orientales de pura cepa,
no comemos carnes, solo ingerimos arroz.
—¿Es usted japonés, Floripondio, como el tren bala?
—No, Tremebunda, soy uruguayo.
Sergio Gaut vel Hartman – (Buenos Aires, 1947)
Escritor. Libros de ficción publicados: Cuerpos descartables. Buenos
Aires: Minotauro, 1985. «El regreso de Espartaco», en la
revista Cuásar. Carne verdadera (novela corta). Buenos Aires: Ediciones
B, 2006. Espejos en fuga. Buenos Aires:
Desde la Gente (Instituto Movilizador de Fondos
Cooperativos), 2009. Vuelos. Buenos Aires: Andrómeda,
2011.
Nicolas Coria - Argentina
El Espejo de la Tierra
Uno de ellos llegó del Este, donde la arena lastima la piel
humana si no está protegida. El otro vino del Fin del Mundo, donde el viento es
frío y donde al avestruz se lo llama ñandú. Ambos compartían un mismo destino,
aunque pertenecieran a distintos siglos, quizás a distintos mundos. Se vieron a
sí mismos escondiéndose del otro, así que compartían también los mismos miedos.
La noche llegó, y con ella el crepúsculo siempre frío, que
introdujo no menos de doscientas estrellas y algunos satélites, como nuestra
cercana Luna. Ambos hombres, sin hablar por no compartir un mismo lenguaje –ni
la idea de lo que eso era–, decidieron permanecer cerca de un fuego rojo que en
la noche más oscura no alumbraba adecuadamente. De todos modos, podían ver los
rasgos del rostro del otro como un espejo maleable. Uno vio en el otro una
lágrima caer de su ojo derecho, arrastrándose lentamente por su mejilla. La
gota de agua salada cayó en su propia mano izquierda.
Había encontrado su Destino en soledad y en el otro, y
estaba triste de sentir que no era, por eso, único.
Nicolás Coria Nogueira (Argentina 1992): un escritor
argentino de 23 años.
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